La compañía Iberia era una de las grandes empresas públicas españolas que fue vendida en la época, años 90, en la que el Estado tenía que hacer caja para amortizar deuda pública y cumplir con las políticas de saneamiento impuestas por la Unión Europea. Años de oportunidades y gangas para el capitalismo castizo que consolidó así su poder con la justificación de que se abrían grandes posibilidades de modernización de la economía española y de liberalización de sectores y empresas monopolísticas o casi, que eran públicas: los grandes bancos y algunas cajas de ahorros, como la Caja de Madrid, hoy Bankia, y la Caixa, formaron los llamados núcleos duros de las sociedades privatizadas. Todo envuelto en promesas de bondades mil para el conjunto de la economía nacional y para nuestra reputación como país adaptado a los vientos de la libre competencia: discurso irreprochable, si hubiera sido cierto. Ya vamos recibiendo entregas de esas obras completas que, como nuevos episodios nacionales, nos señalan la realidad de lo qué ha ido pasando: Telefónica, Repsol-YPF y ahora Iberia.

Pero lo que me interesa resaltar hoy son las expresiones preocupadas de algunos ministros, especialmente de la Ministra de Fomento, en relación con los propósitos de reestructuración o desmantelamiento, según se prefiera, de Iberia que hizo recientemente una fusión con British Airways, que parecía el no va más. Como España carecía, y carece, de política industrial, esa operación corporativa se enmarcó en el ámbito de la libertad de los agentes privados, esperando, como siempre, grandes venturas de la misma. Sin embargo, de repente el escenario ha cambiado y nos enfrentamos al peor de los escenarios: la empresa fusionada, AIG, se propone adelgazar a costa de Iberia, que parece no tener dueño. Nuestros gobernantes empezaron con el rasgado de vestiduras, ¿cómo ha sido posible?, hay que hablar… y, mientras, todos los empleados de Iberia, desde los pilotos al último administrativo, en pie de guerra. Trataron de ganar tiempo para sortear las fechas navideñas, pero, ante la inacción gubernamental, los planes han seguido adelante y la compañía Iberia se adentra en un sendero terminal. ¿Quién o quiénes han sido responsables de esa dejación? Ya nos lo contarán.

Sabemos que el gobierno no da abasto con tantos problemas y frentes abiertos, que la situación es enrevesada y que no hay milagros. Todo eso lo sabemos, pero aquellos que han pedido el apoyo de la gente para ostentar el poder público están obligados a programar mínimamente sus actuaciones, que deben enmarcarse en un proyecto de gobernación de España, que tiene grandes problemas, estructurales y coyunturales. Y resulta elemental pensar que en los primeros lugares en los que el gobierno debe expresar y ejecutar, si puede, sus propósitos son las administraciones públicas y las empresas estratégicas o a su cargo, como es Iberia, donde el Estado, a través de la nacionalizada Bankia, tiene una participación significativa.

El expediente Iberia no puede ser despachado como un ERE más de los que, desgraciadamente, abundan en la economía española. Quiero decir con ello que lo de establecer servicios mínimos y otras cosas por el estilo, resulta sonrojante e inquietante ante la envergadura del desafío. ¿Qué harían los gobiernos de Francia o de Italia ante la depredación de sus compañías aéreas nacionales por parte de un socio extranjero? Desde luego, no se cruzarían de brazos, como está sucediendo aquí. Todavía quedan lugares donde el Estado no dimite y en España tenemos que dejar claro un mensaje digno y enérgico en defensa del interés público. Y en el asunto que nos ocupa, Iberia, el gobierno está obligado a actuar con presteza, llegando, en su caso, a expropiar la compañía antes de que sea demasiado tarde.