El gobierno se encuentra en buena disposición para neutralizar la bajada de la inversión privada con la expansión del gasto público, posibilidad que se puede llevar a cabo como consecuencia de los superávit tenidos en los últimos ejercicios. El gobierno se puede permitir, y sería deseable que lo hiciera, generar déficit, pues en estos momentos ante los indicadores económicos existentes y las noticias preocupantes que llegan de Estados Unidos de que puede empeorar la situación, lo importante no es el déficit, sino la posibilidad de la recesión. Por tanto, el gobierno tiene que llevar a cabo con decisión una política anticíclica, sin que deba preocuparse en exceso por tener un déficit en unos límites razonables, esto es, en torno al 3% del Producto Interior Bruto (PIB).
Pero, además de esta acción, lo fundamental es que hay que plantearse una política económica distinta que sea capaz de combinar la posibilidad de un crecimiento que se tiene que sustentar en la mejora de la productividad con mayores niveles de equidad y sostenibilidad. La política económica realizada en los últimos tiempos ha sido demasiado convencional y si bien ha sido acertada en lo que concierne al comportamiento de las variables macroeconómicas, habiendo actuado con gran prudencia, que es positiva, tiene que ser más ambiciosa con la elaboración de un plan socialdemócrata.
La política económica tiene que ser prudente para que no se confundan el voluntarismo y los buenos deseos con acciones que puedan conducir a déficit públicos excesivos, con efectos perniciosos para la marcha de la economía, o crecimientos desmesurados de la inflación como consecuencia, entre otras cosas, de la expansión del gasto público. Es cierto que dentro de la Unión Europea no se permiten alegrías en este sentido y, por tanto, la política del gobierno responde a criterios externos pero adecuados y prudentes, aunque siempre cabe un determinado margen de maniobra entre un presupuesto equilibrado o un déficit moderado. El superávit generado en los últimos ejercicios ha sido criticado por diferentes analistas, sobre todo de izquierdas, que se plantea cómo es posible tener superávit cuando existen aún muchas necesidades sociales que atender y el estado del bienestar español se encuentra lejos de tener un nivel de prestaciones en relación con los países más desarrollados.
No obstante, siendo consciente de estas necesidades sociales me ha parecido adecuado tener superávit, pues ello ha permitido, por un lado, sanear las cuentas públicas afectadas por déficit anteriores, y por otro estar en buenas condiciones para afrontar la disminución del crecimiento actual. Esto, que puede parecer una herejía para los economistas heterodoxos, que tienen demasiada propensión a suponer que las cosas se arreglan por la expansión del gasto público, no siempre es así y de hecho Stiglitz, en su libro Los felices 90: La semilla de la destrucción (Taurus, 2003) apunta como una de las causas del éxito del crecimiento de Estados Unidos en los años noventa la política económica de Clinton, que se basó no sólo en el superávit, sino en lo que suponía acabar con los tremendos déficit generados en la era anterior republicana, con lo que ello suponía de hipoteca para realizar otro tipo de gastos.
Hace unos años publiqué un artículo, Las políticas monetaristas y el déficit público en la crisis de los noventa, en el libro colectivo La socialdemocracia ante la economía de los años noventa (Editorial Sistema, 1994), en el que también planteaba los efectos negativos de tener déficit persistente en el tiempo. Y es que el superávit o el déficit lo tenemos que contemplar en función de las coyunturas concretas. Lo importante, en todo caso, es la dimensión del sector público, y en España resulta indudable que la relación gasto público producto interior bruto se encuentra por debajo de los países más avanzados de la Unión Europea, o de los que no lo son, como es el caso de Noruega. En contra del pensamiento dominante, que influye en los sectores más neoliberales del partido socialista, tendríamos que pretender converger con esos países, lo que requiere una incremento de la presión fiscal sin que esto suponga afectar al ahorro o la inversión. Pero a su vez habría que hacer un esfuerzo recaudatorio con una lucha más eficaz contra el fraude fiscal, la evasión de impuestos en paraísos fiscales, las operaciones de ingeniería financiera con fines de fraude fiscal y combatir la corrupción que también tiene efectos fiscales. Esto no sólo tendría efectos recaudatorios, sino que su existencia es asimismo un impedimento para avanzar hacia un sistema progresivo. De este modo, los ricos pagan proporcionalmente menos que las clases intermedias, que son las que soportan el sistema de impuestos.
En suma, esta sería una forma de avanzar hacia una sociedad con mejor distribución de renta, pero habría que llevar a cabo otro tipo de acciones, de las que hablaremos en próximos artículos.