En el mismo artículo se hacía referencia al “goteo” de normas que ha presidido la actual legislatura del Partido Popular, llegando hasta el desarrollo reglamentario en materia de renovables (RD 413/2014, de 6 de junio) cuya última regulación se establecía en la Orden Ministerial de Estándares (OIET/1045/2014, de 20 de junio), que aprobaba los parámetros con los que se va a retribuir a la electricidad generada en instalaciones renovables, de cogeneración y residuos. En el mes de julio ha seguido ese goteo de normas y, el 4 de julio, en otro Real Decreto Ley “urgente” (Real Decreto-ley 8/2014, de 4 de julio) se produce, entre un conjunto de medidas inconexas, la regulación parcial de la imprescindible mejora del ahorro y la eficiencia energética en España –cuya importancia se considera más detalladamente en páginas siguientes-, y la del sistema gasístico español, centrada –nuevamente- en la corrección de la incidencia del creciente déficit asociado al gas, y dejando para “sucesivos goteos” aspectos capitales del mismo, como son la creación de un mercado mayorista de gas (hub) que sustituya a los contratos bilaterales de gas; las interconexiones necesarias para poder exportar la capacidad regasificadora de España no utilizada (las centrales de regasificación ahora están funcionando a menos de un 40% de su capacidad); o regular el mercado secundario y potenciar la introducción de una mayor competencia en el sector. Pero eso sí, pocos días después de la regulación, el Gobierno publicaba en el BOE un incremento de los precios del gas a los consumidores del 2,7%. ¿Compensación parcial a las empresas por los recortes derivados de la reforma? Obviamente, como en casos anteriores, es el consumidor el que se hace cargo de las facturas y de asegurar la “rentabilidad” de los oligopolios energéticos españoles.

Según informa el Ministerio, las próximas medidas se centrarán en la regulación del paro temporal –y compensación- de los ciclos combinados que, por mor del exceso de capacidad instalada han venido funcionando muy por debajo de su capacidad productiva (factor de utilización del 13% en 2013) con los consiguientes costes para los inversores. Medidas claramente favorecedoras, fundamentalmente, de las grandes compañías eléctricas. Porque, aunque mucha de esta capacidad de los ciclos combinados se considera imprescindible como respaldo del suministro, ante la potencial caída de la eólica (24% de la producción/consumo en los cinco primeros meses de 2014) o de la solar (5% de la producción/consumo en los cinco primeros meses de 2014) por falta de aire o de sol, respectivamente, la diversidad geográfica de estas instalaciones hacen calificar como excesivamente conservadora estas necesidades de respaldo establecidas por parte de REE; a la que le viene muy bien disponer de esta cobertura en las zonas geográficas cercanas a la demanda, para evitar costes de transporte y problemas de gestión del sistema. En todo caso, ya el Gobierno había señalado la necesidad de hibernar 6.000 Mw de potencia instalada y la necesidad de una nueva regulación del denominado pago por capacidad (la señalada garantía de respaldo) para los ciclos combinados. Regulaciones adicionales que cuestionan el funcionamiento de un sector “privatizado” pero finalmente tan “intensamente regulado” y con tantas “cargas” para el consumidor, que uno se pregunta si esa liberalización y la sustitución de la planificación reguladora existente hasta 1997, centrada en el interés general, por una planificación indicativa basada en que fuera el mercado quién regulara la entrada de las empresas, no ha terminado saliéndonos muy cara a los españoles, mientras se garantizaban e incrementaban los beneficios de las empresas y, muy en particular, de las incorporadas a UNESA.

Hasta qué punto los ciudadanos estamos sufriendo una visión economicista a corto plazo y pagando los privilegios concedidos a las cinco multinacionales integradas en UNESA –y que seguiremos pagando mientras no se modifiquen sustancialmente las normas ahora vigentes- puede constatarse en, por ejemplo, el tratamiento dado a los Costes de Transición a la Competencia (CTC’s), regulados por la Disposición Transitoria Sexta de la LSE 54/97, incomprensiblemente derogada, con 3,5 años de antelación, por el Gobierno de Zapatero, en junio de 2006 (RDL 7/2006, de 23 de junio), y consolidada la continuidad de su percepción por estas empresas con la nueva reforma eléctrica aprobada en la Ley 24/2013, de 26 de diciembre, del Sector Eléctrico. El resultado, como explica claramente Jorge Fabra (“La mala regulación del sector eléctrico español”. Revista Claridad del 15/05/2014), es que las centrales nucleares e hidroeléctricas han recuperado con creces sus inversiones garantizadas al amparo de la LSE 54/97, y el Estado debería haber considerado legalmente amortizadas las mismas. Sin embargo, en base a una contabilidad de las propias multinacionales no internalizadora de dicha Ley, y pese a las sobre-remuneraciones ya ingresadas sobre las mismas (estimadas en más de 2.000 millones de euros, sólo entre junio de 2005 y junio de 2006) siguen y seguirán percibiendo ingresos derivados de esta amortización con la nueva reforma eléctrica de 2013. No se ha considerado, así, lo que ya le señalaba la propia Comisión Europea, en mayo de 2012 –COM (2012) 310 final- sobre que el problema de la energía eléctrica en España era de insuficiente competencia (oligopolio eléctrico) y de compensación excesiva de algunas infraestructuras “tales como centrales nucleares y grandes centrales hidroeléctricas, ya amortizadas”.

Como se señalaba en el anterior artículo, el problema energético no es sólo de España, sino que afecta al conjunto de la Unión Europea y a la mayoría de los países que la integran. Y entre las causas de este problema no se puede dejar de citar la política reguladora de “mercados” de la propia Unión Europea, pretendidamente liberalizadora, pero cuyas consecuencias prácticas han sido las de generar una tendencia propiciatoria del peso de los oligopolios energéticos, frente a las previas compañías estatales generalmente dominantes en el sector, cuyos propietarios –los estados- fueron presionados desde la Comisión Europea (CE) para dicha privatización (que ni realizaron todos los países ni ésta se materializó en la misma medida que en España). Dicha presión privatizadora se intensificó tras la caída de la Unión Soviética y el auge de un neoliberalismo que se quedaba –teóricamente- sin competencia como modelo de desarrollo, en un marco que algunos definieron como “el fin de la historia” en el sentido señalado por el marxismo.

Y, como no podía ser de otro modo, en consonancia con ese neoliberalismo, la Unión Europea propició una tarificación eléctrica basada en el coste marginal de dicha producción. Es decir, toda la energía eléctrica producida/consumida se tarifa al coste del último Kwh producido, al margen de cuál sea el coste medio de producción, o las circunstancias y condicionantes específicos de cada forma de producción (hidroeléctrica, nuclear, eólica, etc.). Si la alternativa al capitalismo había desaparecido y éste se había demostrado como ganador en la confrontación, era “evidente” que al mundo le esperaban siglos de crecimiento en el que la demanda energética sería fuertemente creciente. Los flujos de mano de obra barata hacia Europa, el crecimiento económico en teoría asegurado(los ciclos económicos habrían muerto) y la expansión de un mercado inmobiliario especulativo, sustentaban esta demanda creciente de potencia instalada, cuya oferta sólo se podía asegurar si las nuevas instalaciones (ciclos combinados, renovables, etc.) tenían asegurada su rentabilidad durante su vida útil; lo que “teóricamente” exigía dicha remuneración al coste marginal de un “mercado” que se consideraba único e integrado; y, en paralelo, aparecía como imprescindible el establecimiento de “subvenciones” a las formas de producción (renovables, fundamentalmente, aunque todos las formas de producción se ven subvencionadas de una u otra forma) que presentaban elevados costes fijos, unos costes variables muy reducidos, y unos costes medios por encima del precio normal de mercado, adicionalmente a una discontinuidad en la producción eléctrica (por ausencia de viento o de sol, entre otros factores) que obligaban a una cierta duplicación de la oferta de potencia instalada, normalmente cubierta a través de ciclos combinados y del gas. Quién, cuándo y cómo se pagaban estos sobrecostes y subvenciones (básicamente consumidores o presupuestos generales del estado) era un aspecto capital, y estaba muy directamente ligado con el resto de “problemas” energéticos (calentamiento global, dependencia exterior, eficiencia energética, etc.). Se suponía que el “mercado” llevaba a que un pago por parte de los consumidores forzaría un mayor ahorro y eficiencia energética, lo que redundaría en efectos positivos sobre unas menores emisiones (mitigación del calentamiento global) y una menor dependencia energética del exterior. Y mucho mejor si la internalización de los costes de las emisiones se producía a través de la necesaria repercusión del coste de las emisiones de CO2eq sobre cada oferta energética, proceso que, desgraciadamente, ha fracasado hasta la actualidad. Si la tarifa eléctrica resultante de la regulación derivada no podía trasladarse a los precios al consumidor, se suponía que con la titularización del déficit eléctrico generado se cumplía la traslación de costes actuales a consumidores futuros, para adecuar las ventajas intergeneracionales de la promoción de las renovables, y la disponibilidad de infraestructuras con capacidad suficiente para asegurar su abastecimiento energético.

En este marco, la ideología energética neo-liberalizadora en España se manifiesta de forma particularmente incisiva, promoviendo la nefasta decisión de la privatización de Endesa (por las consecuencias que se han derivado posteriormente de este hecho) y la aprobación de la Ley del Gobierno de Aznar, de Liberalización del Sector Eléctrico de 1997 (Ley 54/1997) y su desarrollo posterior, de acuerdo y al dictado de lo que UNESA(ENDESA, Iberdrola, Gas Natural Fenosa, EDP España y E.ON España) proponía en defensa de sus intereses. Pero la regulación tarifaria del sector eléctrico de la Ley 54/1997, ligada a una estructura supuestamente liberalizada y realizada por consenso con UNESA, no responde a un mercado de competencia perfecta, sino a un mercado claramente oligopólico y en el que los desarrollos tarifarios posteriores (1998-2004) actúan por la vía de dar nuevos privilegios a las energías renovables, ampliando a la vez los existentes de las tradicionales; y sin prever el riesgo del exceso de capacidad, problema que ya se produjo en la década de los ochenta y que se resolvió correctamente con el Marco Legal Estable, de 1987, y con las regulaciones obligatorias del Plan Energético Nacional, de 1991, curiosamente dos regulaciones en las que, por primera vez, UNESA no era el actor principal de las reformas.

Tras dos legislaturas de Gobierno del partido socialista en las que no se afronta una reforma radical de los desequilibrios establecidos por la regulación del partido popular en el período 1997-2004, la crisis financiero-especulativa global y el estallido de la burbuja especulativa inmobiliaria española radicalizan el problema del déficit de tarifa (menor consumo, excedente de capacidad productiva con potencial productivo total subvencionado, precios marginales de la energía crecientes y muy por encima de los medios europeos, nuevas regulaciones que consolidan los “beneficios” de las empresas–en particular de las asociadas a UNESA-, falta de control y de coordinación de las políticas autonómicas en renovables, aparición significativa de la pobreza -también energética-, fuerte crecimiento de los costes de financiación del déficit de tarifa eléctrica por el incremento de la “prima de riesgo”, etc.).

En este marco, el actual Gobierno del partido popular ha venido –y sigue- desarrollando una “reforma por goteo” a través de las diversas disposiciones aprobadas en 2012 y 2013,cuyo objetivo indisimulado –y casi único- ha sido frenar los crecientes costes regulados del sistema, fundamentalmente a costa de las renovables, incluida una nueva Ley del sector eléctrico (Ley24/2013), cuyo desarrollo reglamentario en materia de renovables ha culminado con el Real Decreto aprobado en Consejo de Ministros el último 6 de junio (RD 413/2014) y cuya última regulación se establece en la Orden Ministerial de Estándares (OIET/1045/2014, de 20 de junio), que aprueba los parámetros con los que se va a retribuir a la electricidad generada en instalaciones renovables, de cogeneración y residuos. Una de las principales consecuencias de estas reformas, y más trascendentes en sus efectos futuros, es la de propiciar un freno al avance de las energías renovables, y la de imposibilitar el desarrollo de lo que debería ser una política prioritaria para la sostenibilidad ambiental en España, para su independencia energética, y para capacitar y potenciar la autogestión local de la producción/consumo energético. Y hasta qué punto su falta de compromiso con la sostenibilidad energética y la lucha contra el calentamiento global está presente en el Gobierno actual, lo refleja claramente el hecho de que en el reciente mayor concurso eléctrico en España, para adjudicar el suministro de todos los puntos de luz de la Administración General del Estado (cuyo valor se sitúa en unos 1.000 millones de euros, por un periodo de hasta cuatro años), el Gobierno ni exige ni puntúa favorablemente a las energías menos contaminantes o emisoras de GEI. Nuevamente, tanto en electricidad como en combustibles, el único criterio es el económico a corto plazo.

Y el Gobierno sigue sin considerar lo que todos los científicos señalan como una de las principales soluciones de futuro a los problemas energéticos de la Unión Europea, con buenas prácticas ejemplares por sus resultados, ya vigentes en países como Alemania o en los países del norte de Europa, que inciden sobre capítulos como la generación distribuida, la potenciación del autoconsumo, o la implantación de microrredes inteligentes. Y no sólo no los considera, sino que el Ministerio ha presentado un borrador de Real Decreto que hace inviable económicamente esta solución, imprescindible para el logro de los necesarios objetivos energéticos españoles a medio-largo plazo, tanto en ahorro como en autosuficiencia energética. ¿Qué razones pueden existir para este ilógico comportamiento del Ministerio desde la perspectiva de los intereses generales de los españoles? Nuevamente la respuesta es sencilla: estas políticas tienen la “desventaja” de afectar fuertemente a los intereses de las empresas incorporadas a UNESA.

Y, aunque siguiendo las directivas y hojas de ruta europeas, el sistema eléctrico debería también avanzar hacia el ahorro, la eficiencia energética (mejora de la intensidad energética), y la reducción de la dependencia de las energías fósiles, incrementando la autosuficiencia energética, aspecto que sólo se puede conseguir de una manera significativa con un incremento sostenido del peso de las señaladas energías renovables y la potenciación de la denomina energía distribuida, las medidas del actual Gobierno no parecen valorar los indiscutibles beneficios estructurales de las mismas, ni los beneficios que se derivarían de ellas para los intereses generales españoles. Y así, aunque hay avances marginales en las medidas adoptadas (mercado diario, trasposición formal, aunque tardía y ¿creíble?, de la Directiva 2012/27/UE sobre ahorro y eficiencia energética, o contención del déficit de tarifa) ninguno de los objetivos antes señalados por la Unión Europea se logra de forma que pueda considerarse satisfactoria, convincente, y “sostenible” con las nuevas modificaciones “economicistas” y a corto plazo realizadas en el sector eléctrico. Tampoco parece valorar la evolución de una tecnología de energías renovables que avanza a pasos agigantados, y que recomienda medidas con estabilidad y seguridad jurídica.

La UE ha fijado como objetivo para 2020 reducir en un 20 por ciento su consumo energético, objetivo lejano de alcanzar con la práctica marginalidad de las medidas desarrolladas hasta ahora por países como España. Frente a la obligación vinculante que establece la señalada Directiva de Eficiencia Energética de justificar una cantidad de ahorro de energía final para 2020, España ha comunicado a la Comisión Europea un objetivo de ahorro energético acumulado, para el periodo 2014 a 2020, de 15.979 ktep, pero no se sabe ni de dónde va a salir, ni cómo se va a lograr el señalado ahorro. Ya vimos en el artículo anterior que el consumo final de energía se distribuye del orden de un 37% para el transporte, un 34% para la industria y un 29% para los sectores residencial, comercio y servicios; situación frente a la cual, las medidas para la racionalización en el uso de la energía (ordenación del territorio, urbanismo, transporte, regeneración energética de la edificación, mejora de la intensidad energética de los sectores productivos) y para la potenciación de las energías renovables, la economía verde y el desarrollo endógeno, son marginales en España, con unos recursos públicos presupuestarios asignados para propiciar estos cambios estructurales (y sus indudables ventajas sobre el ahorro en el consumo y la mejora de la intensidad energética) que son mínimos y, adicionalmente, dan lugar al contrasentido de que, de materializarse, incrementarían el déficit de tarifa eléctrica. Ahora el Gobierno ha establecido (Real Decreto-ley 8/2014, de 4 de julio) un sistema de obligaciones de eficiencia energética para los distribuidores y/o comercializadores de energía que les obliga a alcanzar, para el año 2020, el objetivo de ahorro indicado por el Gobierno, mediante la consecución anual -a partir de este año 2014- de un ahorro equivalente al 1,5 por ciento de sus ventas finales anuales de energía. ¿De verdad considera que sólo con esta obligación a la oferta va a conseguir los objetivos que dependen de un modelo y estructura de la demanda que no modifica? Señalábamos en nuestro artículo anterior que era significativo que en el Programa Nacional de Reformas, presentado a la Comisión Europea en abril de 2014, el consumo de energía final para 2020 se mantenía en la misma cifra registrada para 2012 (82,9 Mtep), lo que es claramente contradictorio con los objetivos de ahorro ahora enviados a la Comisión. De nuevo, la fe puede mover montañas, pero no ayuda a la mejora de la situación energética de este país, ni a su sostenibilidad económica y ambiental.

Como síntesis, no se ha resuelto de una manera que pueda considerarse satisfactoria y estable a largo plazo, la necesaria restructuración de los diferentes costes de la electricidad en España. No se ha producido una homogeneización del trato que reciben todas las tecnologías, que permita asegurar la desaparición del déficit de tarifa –pese a las reiteradas afirmaciones realizadas por el Gobierno en este sentido, para 2013 primero, y desmentidas por la realidad de ese año 2013, y de lo hasta ahora registrado y previsible para este año 2014- y que eviten el peso oligopólico de cada grupo de empresas, asegurando que se vierten a la red, en cada momento, las energías de producción más eficientes y económicas, con una regulación diferenciada “spot” (precio corriente de cada tipo de tecnología de producción eléctrica) de los mercados, que garantice el menor coste para el usuario. Se ha buscado, en teoría, una remuneración técnicamente equilibrada y proporcional a sus costes de producción, garantizando una rentabilidad histórica (y por lo tanto retroactiva) a cada instalación, lo que implica una clara penalización de las instalaciones más eficientes. Y mientras que Europa evoluciona hacia lo que ya se considera la Tercera Revolución energética, con un papel primordial de la generación distribuida y el autoconsumo, así como por un “mix energético” variado cada vez menos dependiente de las grandes instalaciones controladas por las multinacionales, este Gobierno presenta una regulación que inviabiliza esta alternativa.

Nada hay más claro que el hecho de que se necesita una hoja de ruta consensuada entre los principales partidos y agentes sociales y económicos para concertar donde queremos estar energéticamente en el horizonte del 2020 y 2050. La hay en la Unión Europea, pero no la hay en España, y parece que las imprescindibles medidas energéticas –igual que sucede con las ligadas a los gases de efecto invernadero- se van a ir adoptando, por el Gobierno actual, exclusivamente cuando exista un riesgo cierto de sanciones por incumplimiento de las mismas. Sanciones que, naturalmente, irán a cargo de todos los españoles.