Es una película del cine independiente norteamericano, eso que algunos denominan una pequeña película típica del circuito de Sundace. Sin duda, cine minoritario que nos reconcilia con la creación artística de ese pueblo tan heterogéneo.
Es mordaz en su crítica a una sociedad cada día más individualista, y desde un lúcido y delicado retrato de personajes nos cuenta una historia familiar, la de la familia Savages. Donde hay mucho que enmendar y corregir con la enfermedad y la muerte como piedra de toque.
Con el desarrollo de la trama la historia gana en profundidad. Por estar bien narrada y mejor interpretada. Interpretaciones que aportan naturalidad y matices desde la maestría. Laura Linney (Wendy Savage), Philip Seymour Hoffman (Jon Savage) y Philip Bosco (Lenny Savage) están sencillamente magníficos.
No hay la menor duda, lo último que hubieran deseado hacer los hermanos Savage es volver atrás, a su difícil historia familiar. Después de haberse liberado del dominio de su padre, ahora se encuentran firmemente anclados a unas vidas propias, bastante complicadas. Pero cuando llega la noticia de que su padre se está muriendo, ambos dejan de lado su ajetreada vida y se ven obligados a vivir juntos bajo el mismo techo por primera vez desde su infancia, redescubriendo las excentricidades que les sacaban de quicio y, lo más sorprendente, lo que significan el uno para el otro.
A pesar del pesimismo existencial que envuelve al film, Tamara Jenkins introduce su dosis cómica, pero no por ello, la situación que plantea deja de ser dramática y triste. ¡Como la vida misma¡ Ni negro, ni blanco sino todo lo contrario… agridulce.
Es un largometraje inteligente y emotivo, lleno de sentimientos, de implicación emocional con la realidad y de grandes dosis de idealismo.