Una parte importante del sistema, como la estructura financiera y el sector inmobiliario, estaba enferma, y eso frenó el crecimiento que venía teniendo lugar en los últimos años. La desaceleración de Estados Unidos llevó a plantear a diferentes analistas la posibilidad de que este país entrara en recesión, hecho que no se produjo, es más, en el segundo trimestre del año se produjo un crecimiento económico.
La manera de afrontar esta crisis, cuya dimensión se desconocía, fue bajar los tipos de interés por parte del Banco de la Reserva Federal, lo que supuso una inyección de liquidez que salvó la primera situación. Gracias a esta actuación no sólo se evitó lo peor sino que se alejó de momento el problema de la recesión. Un economista tan prestigioso como Krugman llegó a decir que lo peor de la crisis financiera había pasado. Tengo que señalar que una afirmación tan contundente me sorprendió, pues me llamaba la atención que una situación que tenía tantos efectos perniciosos se hubiera arreglado tan fácilmente. Pero Krugman se equivocó, pues lo peor estaba por llegar.
Efectivamente, si realmente las instituciones financieras no podían cobrar las hipotecas que habían prestado tan alegremente, sin tener en cuenta un mínimo de garantías acerca de la solvencia de los que las recibían, no resultaba fácil admitir que las cosas se solucionaran tan rápidamente. Aunque considero que la actuación de la Reserva Federal fue acertada, ello no bastaba para solucionar la enfermedad crónica de los bancos de inversión y de los semipúblicos que garantizaban las hipotecas.
No obstante, en defensa de Krugman hay que señalar que su error acerca de lo que estaba por llegar no es imputable a él, aun cuando sí hay que achacarle que comete una cierta irresponsabilidad al opinar tanto, de tantas cosas, en muchos casos sin fundamento y sin conocimiento de causa, lo que le conduce a cambiar de opinión rápidamente, y de no guardar un cierto sentido de cautela en momentos tan difíciles y opacos. En su descargo hay que subrayar que las dificultades para pronosticar vienen dadas por la oscuridad que rodea a las diferentes instituciones bancarias, lo que supone que no se sepa con exactitud cuál es el estado de los diferentes bancos. Este hecho resulta preocupante, pues más allá de la falta de regulación y de control están las auditorias y las calificaciones que conceden las agencias especializadas. Todos estos mecanismos han fallado estrepitosamente, lo cual nos debe conducir una vez más a plantearnos la eficacia del funcionamiento de estas empresas y realmente para qué sirven.
En todo caso, lo más preocupante es que los bancos son conscientes de todo esto, hasta el punto de que sabedores de que los balances y las cuentas auditadas sirven para poco, no se fían los unos de los otros y dejan de prestarse entre sí. Si los bancos y cajas de ahorro no se fían unos de otros, la confianza de los propios actores que intervienen en el sistema es muy baja y falla, por tanto, unos de los principales pilares, que es precisamente el de la confianza.
Ante todo lo que está sucediendo los ciudadanos se encuentra muy desconcertados, sin información de ningún tipo y sin saber lo que puede pasar. La información en el sistema capitalista no sólo es asimétrica sino imperfecta e incompleta, lo que hace que ante una crisis semejante exista un cierto desamparo. Los fundamentalistas de mercado han conducido a esta situación, que pagarán las personas que no han tenido ninguna responsabilidad ni en las decisiones tomadas por los agentes financieros ni en la configuración de este capitalismo neoliberal y desregulado.
Resultaba difícil predecir que una situación así se pudiese dar y en la forma y en el momento en la que ha tenido lugar, pero había muchos estudios que denunciaban el riesgo en el que nos estábamos metiendo dando tanta primacía al mercado. Un ejemplo lo encuentro en la siguiente cita de Carlota Pérez en su libro Revoluciones tecnológicas y capital financiero (Siglo XXI, 2004): “El individualismo florece tanto en los negocios como en el pensamiento político, confrontado a veces con grupos o ideas antitecnología o antisistema. Pero la naturaleza turbulenta de este periodo emerge de sus tensiones fundamentales. La riqueza que ha crecido y se ha concentrado en pocas manos es mayor de la que puede absorber la inversión real. En buena medida este exceso de dinero se dedica a promover la revolución tecnológica, especialmente en infraestructura, lo cual suele llevar a una sobre inversión cuyas expectativas no se pueden cumplir. Así, en este momento tiende a haber una suerte de economía de casino con inflación de activos en bolsa y apariencia de multiplicación milagrosa de la riqueza. Crece la confianza en la brillantez de los genios financieros y los intentos regulatorios se ven como obstáculos al éxito de la sociedad. La nueva capacidad de hacer dinero con dinero atrae a más y más personas a participar del festín y así, al final del frenesí es un tiempo de burbuja financiera”.
Estas palabras recogen fidedignamente lo que está pasando, pero fueron escritas en inglés en 2002. No cabe duda de que los que dirigen la economía deberían leer más y aprender a su vez de la historia. Pero no son tiempos ni para la lectura ni para la reflexión, sino para el éxito inmediato. Los gobernantes caen en esa trampa, cuando estos deberían ser más responsables a la hora de tomar decisiones y, como dice Havel, hacer más caso a los intelectuales, y no a los aprendices, ni a los vendedores de prosperidad, ni a los mecánicos, los econometristas en este caso.