Entre ellas, la posible conformación, en la Comunidad Autónoma Vasca, de una nueva fuerza política independentista, desmarcada de la violencia de ETA. Diversos hechos, como la ilegalización de las franquicias de Batasuna, los malos resultados de Eusko Alkartasuna (EA) y de Ezker Batua (EB), el auge de Aralar y las consecuencias que para la unidad interna del PNV pudiera acarrear su marginación del poder ejecutivo, pueden desembocar en un partido, o frente, abertzale emanado a partir de ese conjunto de fuerzas, hoy dispersas. Materializando así la vieja idea de Telesforo Monzón. Ello podría obligar al PNV elegir entre una de sus dos almas, la autonomista o la independentista.

El nuevo contexto crea también la oportunidad para una relación menos crispada y más fructífera entre los dos principales partidos políticos de nuestro país. Aspiración que, ciertamente, cuenta con un gran respaldo ciudadano, aunque seguramente muchos ciudadanos no tengan demasiadas esperanzas de que vaya a ser atendida. En todo caso, es de esta segunda posibilidad sobre la que pretendo discurrir.

A la concreción de esa hipótesis pueden contribuir, por distintas razones, el contrastado desgaste de las propuestas nacionalistas entre los ciudadanos de Euskadi y Galicia, la enorme incidencia entre la población española de la crisis económica o los procesos judiciales, por supuestos escándalos de corrupción, que están afectando al Partido Popular; también los mayores escollos con que se va a encontrar el Partido Socialista Obrero Español para trenzar apoyos parlamentarios en las Cortes generales. Y la difusa, pero perceptible, sensación ciudadana de lo difícil que resulta hacer efectivas determinadas políticas (dependencia, funcionamiento de la justicia, co-oficialidad de las lenguas, financiación de las políticas básicas para la cohesión social, política del agua…) en el ámbito de todo el Estado. O, pura y simplemente, el evitar aplicaciones muy diversas y casi antagónicas de normas-marco estatales, como las referidas al ámbito de la sanidad o de la enseñanza.

Este conjunto de circunstancias, entre las que sobresale la urgencia de responder a la peor crisis económica que hemos conocido, podría – debería, en mi opinión – hacer cambiar el “libreto”, tan previsible y poco estimulante, que impera en nuestro país a la hora de ejercer la dialéctica entre el gobierno y la oposición, y viceversa. Habría que dar paso a otra manera de abordar, conjuntamente, el debate sobre los grandes problemas que afectan al presente y al futuro de nuestro país. Esta pretensión parece difícil, incluso utópica. La crispación, el sectarismo, el cortoplacismo de unos retroalimenta el de los otros; pero, de igual manera, el rigor, la altura de miras y la perspectiva de futuro podrían generar una dinámica más constructiva. Aunque sólo fuera así temporalmente, no vendría mal. La situación que atravesamos puede contribuir a pensar y actuar de manera diferente. Como ha afirmado Hilary Clinton la pasada semana en Bruselas, “nunca desaproveches una buena crisis”. O, dicho de otra manera, para hacer lo que nunca se ha hecho es necesario intentar lo que nunca se ha intentado. El nuevo contexto político puede propiciarlo.

Crear las condiciones para ello quizá no sea tan imposible ¿Es, por ejemplo, impensable que el PP hiciera una labor de oposición sobre la crisis económica menos exculpatoria de sus propias responsabilidades y más ajustada a la realidad? En verdad, las fragilidades que está evidenciando nuestro sistema económico – hiperdesarrollo del sector de la construcción, baja productividad del trabajo, enorme volatilidad del mercado laboral, endeudamiento imprudente del sistema financiero, de las empresas y de las familias, enorme déficit exterior… – no es algo que haya nacido con este Gobierno sino que viene de antes. Con el mismo modelo productivo y políticas económicas muy similares, los gobiernos del PP obtuvieron resultados económicos muy brillantes y los de Zapatero aún mejores. Fundamentalmente porque la burbuja iba engordando, hasta que ha estallado: primero fuera y luego en nuestro propio país.

Tampoco es creíble la pretensión que transmite el PP de estar en posesión de las “verdaderas” soluciones frente a la crisis. En puridad, lo que se está haciendo en el mundo, con pequeñas variantes, es lo contrario de lo que propone el PP. Lo que prima, en un contexto caracterizado por el esfuerzo para desendeudar a los actores económicos y por el relanzamiento de la demanda, no es la bajada de impuestos, la reducción de cotizaciones sociales o la estabilidad presupuestaria. Lo que está en boga, por el contrario, es la intervención estatal para tratar de desatascar la obturación del crédito, la inversión pública para compensar el retraimiento de la privada, el endeudamiento público para cebar la demanda. Como ha dicho Obama, si todos actúan así no es porque se hayan vuelto socialistas sino porque son las circunstancias las que mandan.

Probablemente tampoco perdería oportunidades electorales el PP si, frente a los procesos judiciales que le han estallado, descartara el recurso al “y tú más” y adoptara una línea de respeto escrupuloso a la acción de la justicia – incluidas todas las posibilidades de defensa, de recurso y de presunción de inocencia a las que tiene derecho –, de asunción, en su caso, de responsabilidades políticas y de rechazo a cualquier tentación de realizar un discurso en el que la corrupción pudiera quedar exculpada o legitimada por las urnas.

Y, desde luego, el partido liderado por Rajoy puede ganar muchos puntos ante un sector importante de la sociedad vasca y española si hace posible en Euskadi un Gobierno en solitario del Partido Socialista, presidido por Patxi López. Arruinar la posibilidad de que, por primera vez, se pueda hacer efectiva la idea de que todos los vascos son igual de vascos y no pertenecientes a galaxias diferentes, aunque no sean nacionalistas, es algo que no se pueden permitir ni los socialistas ni los populares del País Vasco. Si ambos partidos están por la labor encontrarán, sin duda, formas diversas para que ese apoyo se pueda expresar desde el principio y se mantenga durante la legislatura. Sin que dicho apoyo haya de ser incondicional ni tampoco incompatible con la idea de López de construir una Euskadi inclusiva, consensual y plural.

Simétricamente, no es inconcebible que algunos sectores del PSOE dejen de pensar que el futuro pasa por una sucesión indefinida de alianzas con los partidos nacionalistas y por un PP aislado, desvencijado y sin ninguna posibilidad de alcanzar el Gobierno de España. Es posible especular, incluso, con que ambos partidos lleguen a la conclusión de que es imprescindible un mínimo acuerdo estratégico para afrontar la crisis que nos afecta y que amenaza con ser demasiado profunda y duradera. O que muestren ante la ciudadanía la convicción de que no es posible un diseño de futuro, en el que la funcionalidad de España como Estado esté asegurada, sin un acuerdo básico entre ambas grandes formaciones políticas.

Ciertamente no es realista pensar que, de pronto, se pueda pasar de la confrontación total al entendimiento global. Y menos en vísperas de las elecciones al Parlamento Europeo. Ni tampoco se trataría, pienso, de reeditar grandes pactos como los de La Moncloa que, en todo caso sólo podrían concebirse como la culminación de un proceso de micro-pactos. Pero sí cabría imaginar un escenario en el que, a iniciativa del Gobierno, se pudieran abordar algunas grandes cuestiones de Estado – entre los dos principales partidos y abierto a las demás fuerzas políticas – con una intención: consensuar algunas orientaciones estratégicas en temas clave, como la crisis económica, el modelo territorial, la política exterior o el funcionamiento de la justicia.

En el caso de la crisis económica, por ejemplo, sería necesario un consenso básico para, si llega el caso, nacionalizar la banca (que parece una medida, desde el punto de vista social, a la vez más eficaz y más equitativa que las garantías públicas y la ubicación de los activos tóxicos en “bancos basura”). O para que algunas políticas esenciales para la generación de empleo, como la Ley de Dependencia, se lleven a efecto en todas las Comunidades Autónomas. También para acordar y coordinar un plan de choque que alimente la demanda, que es el principal y más inmediato problema al que hay que responder. Incluso un consenso para favorecer indirectamente, a través del ejemplo, la continuidad de un pacto salarial puesto en cuestión – con pretensiones maximalistas y extemporáneas sobre el modelo laboral – por las organizaciones empresariales. Aparcar esas reivindicaciones y volver a un pacto sobre salarios no parece nada imposible teniendo en cuenta que los convenios que se han firmado durante el mes de febrero han establecido incrementos salariales con una media del 2,7%; y que los interlocutores sociales disponen de muchas herramientas para negociar la variada situación en que se hallan las empresas: desde la posibilidad de descuelgues salariales hasta las reducciones de jornada con menor percepción salarial, pasando por la negociación de los resultados de las empresas.

Útil y necesario sería, igualmente, alcanzar un consenso mayoritario para cerrar una estructura federal del Estado que delimite básicamente dos cosas: la voluntad de preservar un Estado unitario y la fijación precisa de las competencias del todo y de las partes. Podría ganar con ello la funcionalidad del Estado, sin perder por eso la pluralidad de su composición. Y evitaría que cada elección general, si ninguno de los dos grandes partidos alcanza mayoría absoluta, implique un conjunto de contrapartidas a los partidos nacionalistas; los cuales, en lugar de considerarse por ello más integrados en el Estado, profundizan en cada ocasión sus demandas bilaterales y centrífugas. Esta puja termina extendiéndose con gran facilidad a las estructuras autonómicas de los partidos estatales y poniendo, a veces, en difícil situación y coherencia a la dirección federal. Ello no evitaría la existencia en nuestro país de fuerzas independentistas – que derecho tienen a serlo si se ajustan a los requisitos de la democracia – pero impediría una continua subasta competencial y que, en lugar de tener hegemonía los nacionalistas en algunos gobiernos autonómicos acabara pareciendo que todos han pasado a seguir las reivindicaciones de aquellos. También obligaría a decantarse más a los nacionalistas. De un lado, los que quieren optar, con todas las consecuencias positivas o negativas que ello pueda conllevar, por la independencia; y, de otro, aquellos otros que quieren defender la singularidad de su territorio dentro de un Estado unitario. Y que, en consecuencia, estén dispuestos a ser con coherencia, si gobiernan en sus respectivos ámbitos, un componente del Estado. La Constitución dice, por ejemplo, que el Gobierno vasco, presidido hasta ahora por Ibarretxe, es una estructura del Estado, pero es difícil creerlo viendo lo que ha dicho y lo que ha hecho. O lo que se ha resistido a hacer.

España, por otra parte, se enfrenta a desafíos totalmente nuevos para poder pesar en el concierto internacional. Sobre todo por la emergencia de nuevos actores en la competencia económica y por la geopolitización de factores clave como la dependencia energética, que tanto afecta a nuestro país. Pero también porque algunos de los problemas inmediatos que pesan sobre nuestro futuro, como el déficit exterior y la valoración del riesgo-país, encontrarán mejor solución si se profundiza la dimensión política y los mecanismos de coordinación económica de la Unión Europea. Incluso en el ámbito históricamente más cercano a la influencia española, América Latina, la presencia de Brasil, México y Argentina en el G-20 y la reconfiguración de los procesos de integración en esa región pueden ser, dependiendo de cómo se actúe, factores de refuerzo o de debilitamiento de la influencia de España en la región y en el mundo. También en el terreno de su mayor activo global: el liderazgo en las actividades vinculadas con la lengua castellana. Todo ello requiere una labor sostenida y a largo plazo que resulta difícil, si no imposible, sin un consenso central entre las principales formaciones políticas.

Para volver a situar la credibilidad ciudadana sobre la justicia en unas cotas más altas – algo esencial para la calidad y la confianza en nuestro sistema democrático – resulta imprescindible, así mismo, que el pacto sobre la materia entre los principales partidos funcione y no desemboque en un reparto clientelar de las distintas instancias.

No sería ocioso, en fin, un cierto consenso sobre el valor y la utilización de los símbolos (la bandera, el himno, el nombre de España). Para evitar tanto las tendencias a la apropiación de los mismos como su utilización vergonzante. Seguramente a la identificación ciudadana con este país – después del desapego hacia sus símbolos que supuso el franquismo para una gran parte de la sociedad española – le vendría bien una labor pedagógica de los grandes partidos en este sentido. Para hacer normal lo que es constitucional. Y para evitar exageraciones propias de otras épocas: que cualquier tipo de manifestación en la calle realizada en algunas comunidades y repleta de banderas locales sea considerada por prácticamente todo el mundo una expresión aceptada y hasta progre y la exhibición de la enseña nacional en actos de masas en el conjunto de España algo cavernícola o facha. Salvo que se trate de la Copa Davis o del Campeonato Europeo de Fútbol. La valoración desigual o peyorativa hacia los símbolos, dependiendo de cuáles sean estos, no ayuda tampoco a la construcción de un Estado federal.

En suma, amable lector, si usted considera que esta es una carta a los Reyes Magos, seguramente tendrá razón. Pero recuerde que, contrariamente a lo que siempre han sostenido todos los “andreottianos” de turno, la política no es el arte de lo posible sino el arte de hacer posible lo deseable y necesario.