Como se sabe, los años posteriores a la segunda guerra mundial hasta la década de los setenta, para los países desarrollados fueron de un elevado crecimiento económico, el mayor de la historia, con pleno empleo, baja inflación y mejoras en la distribución de la renta. Al final de los sesenta la inflación comenzó a repuntar, aunque con tasas de crecimiento notablemente más bajas de las que se dieron posteriormente. En los años sesenta un economista, Alban William Housego Philips, basándose en supuestos keynesianos estableció una curva en la que consideraba que la inflación y el paro se movían en direcciones contrarias, de modo que si los gobiernos optaban por dar primacía a las políticas de pleno empleo ello podría generar inflación, y si se consideraba que había que frenar la inflación el paro tendía a crecer.
Este esquema que guió las políticas económicas de los gobiernos en aquellos años se rompió cuando al comienzo de los años setenta se produjo conjuntamente inflación y paro. Los economistas bautizaron este nuevo fenómeno, al que no estaban acostumbrados a enfrentarse, como estanflación, pero no se lograron medidas efectivas para combatir los dos procesos a la vez. La ineficacia de las políticas económicas en los años setenta para combatir la inflación y el paro facilitó el auge de las políticas neoliberales y el declive de las políticas económicas keynesianas.
En los años ochenta es cuando tiene lugar el auge del nuevo, pero viejo a su vez, paradigma basado en los supuestos neoliberales. Se combatió básicamente a la inflación con estrictas políticas monetaristas, que tuvieron costes sociales elevados. El paro comenzó a disminuir a finales de la década, con grandes diferencias entre los países, pero en muchos casos, como en la mayoría de los de la Unión Europea y no digamos en España, se mantuvo elevado.
Las recetas neoliberales practicadas en los países menos desarrollados, impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, tuvieron un alto coste económico y social para gran parte de ellos, prácticamente para casi todos. Sus consecuencias se están pagando todavía. El aumento de la pobreza, del hambre, de la desigualdad interior y a escala mundial, son las herencias de aquellas políticas tan negativas para el progreso social y económico, pues se produjo un retroceso del cual no se ha salido aún.
El crecimiento de los noventa y el que ha tenido lugar en los primeros años de este siglo han ido paliando los problemas del desempleo de los países ricos, una vez que la inflación había remitido con anterioridad. También algunos países menos desarrollados se han beneficiado de esta época de bonanza relativa. Ahora, como ya hemos venido exponiendo en estas páginas, esa bonaza ha finalizado, entrando en una fase de desaceleración o posible recesión, sobre todo en la economía de Estados Unidos, con incrementos del paro y repuntes inflacionistas. La situación no es la misma que la de los años setenta, ni tampoco el paro ha alcanzado aún cotas tan elevadas ni la inflación ha llegado a ser lo que fue a partir de la fuerte subida de los precios del petróleo que se dieron a finales de 1973 y luego en 1979.
No sabemos con certeza la intensidad y duración que puede tener esta crisis, pero desde luego lo que sí parece evidente es que el fantasma de la coexistencia de la inflación y el paro ha vuelto a hacer su aparición. La crisis de los alimentos puede ser de extrema gravedad, ya lo está siendo en países escasamente desarrollados, con la aparición de hambrunas. Pero también en los países ricos estamos padeciendo ya la subida de los precios de productos de primera necesidad y eso ya está repercutiendo en la pérdida de la capacidad adquisitiva de las clases sociales intermedias y bajas. El paro tiende al aumento y está afectando a los grupos más vulnerables de la población, que en los países avanzados son básicamente los emigrantes. La situación es más compleja de lo que pueda parecer y frente ella no hay remedios que puedan resultar eficaces. En todo caso, de lo que hay que huir es de las salidas que se dieron en los años ochenta, pues ese modelo neoliberal ha creado más problemas que los que ha resuelto a nivel estructural y no sólo coyuntural.
En concreto, como dice Krugman en el libro que acaba de aparecer en castellano Después de Bush, y del que hablaré en algún artículo futuro, debe ser el fin de los neocon y la hora de los demócratas, tal como enuncia el subtítulo. Sin duda, para una Europa en la que la derecha está ganando las elecciones, esta opción que él propone no va a ser fácil, pero leyendo a Krugman se entiende lo nefasto que han sido esas políticas para la igualdad y para las clases sociales menos favorecidas e incluso para las intermedias. Tampoco se ha conseguido evitar las crisis. Así que aprendamos de las experiencias negativas de Estados Unidos y evitemos la tentación de imitar un modelo que tras su aparente éxito esconde muchos fracasos.