De hecho, el cargo de Secretario General de la ONU es tan excepcional como difícil e ingrato: “Papa laico” depositario de la consciencia del mundo y guardián de las aspiraciones de la Carta de Naciones Unidas, pero desprovisto de medios para imponerse a las voluntades caprichosas de las soberanías nacionales. Jefe de Estado por rango protocolario, se tutea con los máximos mandatarios del mundo, pero no dispone ni de territorio ni de ejército propio. Jefe de la diplomacia multilateral y primer mediador internacional, pero sin embajadas o servicios de inteligencia. En definitiva, “el cargo más imposible del mundo” como lo calificó el primer Secretario General de la ONU, Trygve Lie, el cual, por cierto, dimitió en 1952, durante su segundo mandato.
Es posible que Ban Ki-Moon carezca de la calidez tan africana y de la desenvoltura mediática de sus predecesores inmediatos, Kofi Annan y Boutros Boutros-Ghali. Es muy probable sin embargo que, al igual que a sus predecesores, lo animen las mejores intenciones y lo limiten las circunstancias geopolíticas. A continuación, algunos datos para reflexionar sobre la difícil condición de ser Secretario General de las Naciones Unidas: un puesto excepcional, prestigioso, ansiado y sometido al derecho de veto por su relevancia; quien llega a ocuparlo sin embargo pronto se da cuenta que solo es el candidato menos inaceptable para la comunidad de Estados.
1992-2006: El mandato “africano” en tiempos unipolares
En 1991, se auguraban felices perspectivas para la Organización: por fin iba a disponer de la capacidad de acción que tanto le había sido negada durante más de cuatro décadas. Se daban entonces un conjunto de factores esperanzadores: por rotación geográfica, le correspondía por primera vez a África, el continente más castigado de la edad moderna, presentar candidatos para dirigir una Organización liberada de los condicionantes de la guerra fría.
No obstante el alineamiento de Rusia con Estados Unidos, pronto quedaron en evidencia las dificultades para seleccionar al nuevo primer funcionario internacional. Ninguno de los candidatos africanos lograba el beneplácito de Washington (por ser demasiado “Generales”) y de París (por motivos lingüísticos, entre otros). Finalmente las dos capitales encontraron un común denominador en la persona del Viceprimer Ministro egipcio. Sin embargo, el mandato de Boutros Boutros-Ghali, un hombre firmemente convencido del carácter independiente de sus nuevas funciones, acabó en enfrentamiento abierto con Estados Unidos y en una hostilidad mutua casi irracional con Madeleine Albright, la embajadora norteamericana ante Naciones Unidas. El decidido apoyo de Francia y de los países en desarrollo no pudo con la férrea oposición de Washington a que Boutros-Ghali, que consideraba “incontrolable” e “imprevisible”, obtuviera, al igual que los que lo habían precedido en el cargo, un segundo mandato.
El candidato favorito de Estados Unidos era Kofi Annan, funcionario internacional originario de Ghana, entonces número dos de la Secretaría y jefe del Departamento de Operaciones de Mantenimiento de la Paz, con quien la Embajadora Albright había desarrollado buenas relaciones. París levantó el veto con un arreglo ventajoso en términos de puestos dentro de la Secretaría General. Tan bien visto estaba Kofi Annan que se renovó su mandato, con la insólita consecuencia de que el turno africano en la Secretaría General llegó a ser de quince años. Sin embargo, la luna de miel con Washington se frustró después del atentado contra la sede de la ONU en Bagdad en agosto 2003 en el que murieron el Representante Especial del Secretario General, Sergio Vieira de Mello, y otros funcionarios internacionales y nacionales. Durante los tres años siguientes, Kofi Annan se negó a enviar personal civil a Irak más allá de un núcleo simbólico o de misiones puntuales pese a las repetidas e insistentes solicitudes por Estados miembros de la Coalición dirigida por Estados Unidos. Éstos necesitaban desesperadamente la legitimidad que sólo la presencia de la ONU podía aportar a la ocupación militar, cada vez más cuestionada por la recrudescencia de la violencia insurgente y la retirada de tropas por uno de los principales aliados políticos: España. Más “General” que “Secretario”, Annan dio la prioridad a la seguridad del personal onusiano recalcando que no se cumplían las condiciones fijadas por el propio Consejo de Seguridad para un re-despliegue en el terreno. Las consecuencias son conocidas: una política de acoso creciente y feroz a la que, no obstante, tuvo el valor de resistir hasta el final de su mandato en diciembre 2006.
2007: El mandato “asiático” en el nuevo contexto internacional
Entre los candidatos para tomar el relevo de Kofi Annan estaban el Representante Permanente de Jordania ante Naciones Unidas, el Príncipe Zeid: joven, carismático, fiel heredero de la tradición tolerante de la dinastía Hachemita, pero tal vez no lo suficientemente representativo del conjunto del continente asiático; el Primer Ministro de Timor-Leste, José Manuel Ramos-Horta: muy apreciado en círculos internacionales, Premio Nobel de la Paz, pero posiblemente demasiado multilateralista; Shashi Tharoor, alto funcionario internacional, de nacionalidad hindú, considerado quizás demasiado cercano a Kofi Annan; una mujer también, la Presidenta de Letonia, Vaira Vike-Freiberga, lamentablemente excesivamente pro-atlantista, y cuyo nombramiento hubiera sido inaceptable para los países asiáticos.
Después de intensas negociaciones, se impuso la figura del Ministro de Asuntos exteriores de Corea del Sur, Ban Ki-Moon. Llamó la atención que la elección rompiera con la práctica establecida a lo largo de 60 años, según la cual el Secretario General debía ser ciudadano de un país “pequeño”, no controvertido, y sin demasiadas ambiciones exteriores. La elección de Ban, fuertemente apoyada por Estados Unidos, dejaba en evidencia la relajación de las normas y principios onusianos y la enorme influencia de este país sobre la Organización. Pero después de los turbulentos mandatos de Boutros-Ghali y Annan, representaba un alivio y permitía esperar una mayor fluidez en las relaciones con la que todavía se percibía ser la potencia hegemónica.
Desde entonces, y en varias ocasiones, se ha cuestionado al Secretario General por su “falta de iniciativa” o de “visibilidad” con respecto a algunos conflictos internacionales; para poner un ejemplo reciente, la guerra-relámpago entre Rusia y Georgia del pasado mes de agosto. ¿Pero qué más que intentar hablar con los protagonistas podía haber hecho Ban Ki-Moon? Rusia, con el tándem Vladimir Putin-Serguei Lavrov, había dejado claro que el cliché de un ex imperio mendigando a Occidente no se correspondía con la realidad. Hoy en día, sus líderes contestan a llamadas internacionales cuando les apetece. Fue lo que sucedió durante la crisis de agosto.
Mientras vuelve a importar el voto y el veto ruso en las esferas internacionales, Estados Unidos está absorto en superar la crisis de identidad que acompaña el fracaso de sus predicamentos neoliberales y realizar su propia perestroika. Ya no se les ocurre a los presidentes norteamericanos asegurar que ven el alma de sus homólogos rusos cuando los miran a los ojos, o darles palmaditas en el hombro.
Estamos ante una nueva configuración de fuerzas que se refleja en el rol que se espera del Secretario General. Ban Ki-Moon fue el candidato correcto para liderar una Organización sometida a la voluntad de un Estado omnipotente. No cabe duda que podrá ajustarse a los nuevos tiempos siempre y cuando disponga del apoyo suficiente por parte de los Estados miembros y que se reconozca la existencia de un bien común. Si no, el Secretario General seguirá siendo el chivo expiatorio de intereses nacionales contradictorios.