Las consecuencias de este largo conflicto constituyen una vergüenza para toda la Humanidad y la mayor constatación del fracaso en las instituciones que han de velar por el cumplimiento de la legalidad internacional. Son ya millones los muertos, los torturados, los encarcelados y secuestrados, los amenazados, los refugiados, los exiliados y los desplazados. Hombres, mujeres y niños, muchos niños inocentes. Además, la guerra palestino-israelí es foco constante de inestabilidad en todo el mundo, y un factor clave para la legitimación de miles de grupos radicales que practican el terrorismo en los cinco continentes. Parece mentira que en pleno siglo XXI, la comunidad internacional siga impávida ante el devenir terrible de una guerra basada en la religión y los límites territoriales.
El territorio palestino forma parte de la cuna de la Humanidad y sus civilizaciones. Ha sido ocupado sucesivamente por los imperios romano, otomano y británico. Y en él han convivido tradicionalmente gentes de creencias y condiciones diversas. Al terminar la Segunda Guerra Mundial y anunciar los británicos su marcha, unos soñaban con la gran nación panárabe que resarciera de una humillante subordinación histórica, y otros soñaban con la patria judía que pusiera fin al éxodo milenario y a la persecución terrible de los pogromos y los campos de exterminio. Pudieron optar por mantener la convivencia en un Estado común, o pudieron acordar la creación de dos Estados distintos bien avenidos. Pero decidieron sustituir la negociación por las armas, y tanto los británicos como la ONU se limitaron a formular declaraciones sin acordar y se desentendieron del problema.
Las razones y las culpas están muy repartidas. Los árabes tienen razón en resistirse a ser prisioneros en su propia tierra, pero tienen la culpa de no reconocer el derecho de los israelíes a contar con un Estado propio y seguro. Los judíos tienen razón al reclamar el fin de los zarpazos terroristas, pero tienen la culpa de haber desencadenado contra los palestinos una violencia equiparable a la que en tantas ocasiones se vio sometido sobre su propio pueblo. Y ante el bloqueo en las relaciones palestino-israelíes, lastradas por décadas de sufrimientos y odios mutuos, la principal responsabilidad para resolver el conflicto está en la comunidad internacional.
La comunidad árabe, los Estados Unidos, Europa y el resto de actores internacionales con capacidad de presión sobre unos y otros, deben forzar un alto el fuego inmediato, desplegar fuerzas de interposición, abrir una negociación eficaz y obligar a la adopción de un acuerdo que pasa inevitablemente por dos Estados con fronteras seguras. Las Naciones Unidas han de pilotar este proceso y su Consejo de Seguridad debe ser garante en el cumplimiento de los acuerdos.
Sé que es fácil de decir y muy difícil de llevar a cabo. Pero resulta intolerable que la incapacidad de unos, los intereses espurios de otros, sumados al odio alimentado tras décadas de sufrimiento mutuo en Palestina, permitan el triunfo indefinido de la violencia sobre la razón y el entendimiento. Si ellos solos se muestran incapaces, tenemos que ayudarles entre todos.