Periódicamente el Centro de Investigaciones Sociológicas nos informa sobre los problemas que más preocupan a los ciudadanos. El listado nos es familiar: paro, corrupción, partidos políticos, perspectivas económicas y unos cuantos asuntos más son los que suelen divulgarse y explican el por qué la mayor parte de la gente no participa del forzado optimismo que tratan de insuflarnos desde el Gobierno y sus aledaños.

Los temas que constituyen ese núcleo central de las preocupaciones ciudadanas convierten en casi invisibles otros muchos problemas que, sin embargo, requerirían mayor atención dado el efecto demoledor que ejercen sobre la construcción y desarrollo del “Estado social” que proclama nuestra Constitución. Me refiero a la escasa dedicación de recursos humanos y materiales para revertir la crisis de valores que nos viene acompañando desde antes y, sobre todo, durante la ya muy prolongada crisis económica.

No es mi intención intentar un ensayo moralista ni hacer un relatorio de hechos o conductas que sirvan para delimitar los contornos de este tipo de crisis. Simplemente trato de llamar la atención acerca de la progresiva penetración en el pensamiento de la gente de ideas y conceptos que chocan abiertamente con valores esenciales de la cultura europea como son los de la igualdad, la solidaridad y la justicia social. Me sirve de ejemplo próximo y sencillo un debate televisivo suscitado días atrás con motivo de la reforma fiscal del Gobierno cuya bandera declarada es la rebaja de impuestos.

Entre los contertulios del citado debate las posiciones iban desde la crítica por la insuficiencia de las rebajas, pasando por el reproche a su tardanza y a que no hacían más que compensar subidas anteriores, y terminando por lamentar que beneficiaría más a los contribuyentes de mayores ingresos. Pero, pese al espectro política e ideológicamente plural de los participantes, ninguno se permitió hacer un alegato contra una medida que va a reducir en varios miles de millones los ingresos del Estado, ni tampoco nadie defendió que tanto por las muchas y abiertas carencias en nuestros servicios públicos esenciales como por la distancia que nos separa de la presión fiscal media de la Unión Europea lo que procede no es bajar sino elevar la recaudación de la Hacienda Pública. Todo ello compatible con la defensa de una reforma que corrija la actual inequidad en el reparto de las cargas, amén de resolver otras carencias tanto sobre impuestos a recuperar como de una más resuelta lucha contra el fraude y la elusión fiscal.

Entre los efectos de esa crisis de valores puede estar qué opiniones y silencios como los aquí comentados apenas susciten críticas entre la opinión pública. Incluso podría ser que muchos ciudadanos tampoco le den importancia a frases tan socialmente graves como las expresadas en ese debate, donde varios de los tertulianos defendieron, textualmente, que el mejor lugar en el que deben estar los recursos “es en el bolsillo de los ciudadanos”. Uno de ellos lo redondeó añadiendo “y no en manos de los políticos”. Hay que lamentar que estas y otras opiniones de similar calado sean frecuentes en los medios de comunicación. Pero lo que resulta más inadmisible es que este tipo de mensajes los vengan repitiendo políticos con responsabilidades de gobierno. Que lo hagan altos cargos de unas u otras Administraciones del Estado debería ser motivo de escándalo para toda la sociedad. Y es incomprensible, y hasta en cierto modo sintomático, que no exista una campaña organizada de signo opuesto que deje claro que sin un sistema impositivo que provea de suficientes medios al Estado para que pueda ejercer su función distribuidora y redistribuidora de la riqueza no es viable el Estado de Bienestar que todos decimos defender.

Días después de esta tertulia hemos presenciado nuevas movilizaciones en la calle para reclamar el derecho a recibir un determinado tratamiento médico para los enfermos de hepatitis C. Su elevado coste se ha utilizado como argumento para restringir al máximo su uso, a lo que se ha respondido, con razón, que recursos públicos existen como, entre otros ejemplos, ofrece lo recibido por la banca en cantidades gigantescas, y que, en cualquier caso, el precio no puede ser una justificación para privar a estos enfermos de un medicamento que puede salvarles la vida.

Sería interesante saber cómo resuelven en el interior de su cabeza la contradicción que manifiestan quienes demandan del Estado mayores y mejores servicios y prestaciones públicas a la par de exigirle que rebaje los impuestos. Es muy benévolo decir que sólo expresan la crisis de valores que padecemos.

Julián Ariza Rico