Marion Jones es una mujer dotada de la capacidad de correr muy deprisa. Merced a tan simple característica, consiguió fama universal en, sobre todo, los Juegos Olímpicos de Sydney. Allí exhibió sus habilidades ganando en varias carreras, y en alguna competición de saltos, al resto de las mujeres que participaron junto a ella en tales juegos. Como premio a su esfuerzo le llegaron a conceder hasta 6 medallas conmemorativas del evento, que la hicieron acreedora a ser la mujer que más medallas había recibido en la historia de los Juegos Olímpicos.

El asunto, la verdad, es que no tendría mayor trascendencia, a no ser porque una parte muy importante de la población mundial tiene la costumbre de emplear su tiempo de ocio en contemplar y admirar a personas, como Marion Jones, dotadas de la capacidad de correr muy deprisa, motivo por el cual, este hecho tan aparentemente intrascendente llegó a convertirse en acontecimiento universal.

Por eso ahora, cuando Marion Jones ha confesado que cuando corría tan deprisa es porque había consumido ciertos productos químicos que potenciaban su capacidad física, la gente, sobre todo la sociedad norteamericana, se ha considerado engañada y le ha hecho devolver las seis medallas que había conseguido. El descubrimiento de este fraude ha constituido un acontecimiento tan relevante que las portadas de los medios de comunicación de todo el mundo nos enseñan el rostro lloroso de Marion Jones declarando al mundo su engaño y reconociendo que ella, en realidad, no corre tan deprisa como nosotros pensábamos.

Y si se ha armado un alboroto de tal calibre por tan poca cosa, ¿se imaginan ustedes lo que estaría ocurriendo ahora si Marion Jones se hubiera ido con dos colegas suyas, británica y española, a las Islas Azores para enviar cerca de 300.000 soldados a Irak y ocasionar miles de muertos en aquel país porque Sadan Hussein había participado en la destrucción de las Twin Towers y, además, tenía armas de destrucción masiva?