Hay que advertir, de entrada, que el anteproyecto Constitucional que se publicó el 5 de enero de 1978 estableció un régimen jurídico para la Corona que ya era prácticamente similar al que ahora contiene el Título II. Sobre ese régimen, muy moderno y muy preciso, el único Grupo Parlamentario que propuso cambios de fondo, de mucho calado, era el de Alianza Popular a través de las enmiendas del Ministro de Franco López Rodó, quien ofrecía un modelo de Monarquía constitucional, muy del siglo XIX, en donde el Rey estaría asistido por un Consejo de la Corona, tendría facultades para convocar, prorrogar y disolver las Cortes, para presidir el Consejo de Ministros cuando lo considerase oportuno, para autorizar él solo el matrimonio del Príncipe Heredero, convocar referéndum y para adoptar medidas extraordinarias. Es muy llamativo que la derecha franquista quisiera retornar al siglo XIX en medio de una Europa donde las Monarquías parlamentarias ya se habían asentado y donde no se concebían Monarcas con poderes políticos autónomos.

Lo curioso del tema es que esta iniciativa de Alianza Popular quizá no procediera del propio partido sino de instancias más elevadas. Sabino Fernández Campo ha explicado en un artículo que trasladó al Presidente de las Cortes, Antonio Hernández Gil, algunas propuestas “como miembro de la Casa S. M. el Rey” que coincidían en espíritu con las enmiendas de López Rodó y que hubieran hecho del Monarca un auténtico poder del Estado, si bien ejercería sus potestades de manera intermitente y no permanente. Y añade: “[s]in embargo, ni las circunstancias eran propicias ni el interés decisivo” (Escritos morales y políticos, Oviedo, págs. 87-88).

Afortunadamente, en la derecha democrática de UCD y en toda la izquierda se tenía clara conciencia de que había que instaurar una Monarquía parlamentaria en la que el Rey tuviera funciones simbólicas y representativas pero no sería un poder del Estado (véase Javier García Fernández: “Las funciones del Rey en la Monarquía parlamentaria”, El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, núm. 47, octubre 2014, págs. 66-77). El resultado es que actualmente el Título II de la Constitución es un texto muy medido, sin apenas hojarasca, que describe con mucha precisión esas funciones simbólicas y representativas sin dejar margen a la actuación política del Monarca, que debe corresponder a los órganos constitucionales que poseen legitimidad democrática electiva (Gobierno y Parlamento).

Por otra parte, proponer reformas de detalle al Título comporta, evidentemente, no poner en cuestión la forma monárquica del Estado. Ya lo hemos dicho en esta serie de artículos (“La reforma de la Constitución. V. Qué hacer con la Monarquía Parlamentaria”, Sistema Digital, 30 de octubre de 2014): que a pesar del basamento no democrático de la Monarquía (la legitimidad tradicional que decía Max Weber), mientras el titular de la Corona no se salga de su función simbólica y arbitral la Monarquía ofrece importantes elementos de estabilidad frente a una incierta República.

Los temas que una posible reforma constitucional debería tratar en relación a la Corona son:

La preeminencia del varón sobre la hembra en la sucesión en el Trono (artículo 57.1). Es un tema sobre el que existe bastante unanimidad, pero conviene recordar que las Cortes Constituyentes no pudieron actuar con plena libertad en esta materia. Pocos recuerdan que antes de las elecciones de 1977 la Diputación Provincial de Asturias se dirigió al Rey para pedirle autorización para hacer un acto de reconocimiento del hijo varón, el actual Rey Felipe VI, como Príncipe de Asturias. El Rey Juan Carlos no se opuso y a comienzos de 1977 el entonces Príncipe Felipe fue reconocido como Príncipe de Asturias por aquella Diputación Provincial. El acto era simbólico, no tenía fuerza jurídica, pero desde que el Rey no sólo no se opuso sino que estuvo presente en el acto, condicionó el proceso constituyente en este punto de las reglas de sucesión. Al día de hoy, el actual Monarca sólo tiene hijas, pero es un problema que siempre va a pender y condicionar el futuro por lo que parece urgente reformarlo.

El consentimiento para contraer matrimonio (artículo57.4).La Constitución ha previsto que las personas que tuvieran derecho a la sucesión contrajeran matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes, quedarán excluidas en la sucesión por sí y sus descendientes. El precepto es acertado, porque resalta el carácter público (y no privado o íntimo) de un acto relativo al estado civil que se incrusta al mismo tiempo en el Derecho constitucional. Pero extrañamente, esa previsión no se aplica al Rey que quiera contraer matrimonio. En el constitucionalismo histórico español se preveía que el Rey necesitaría autorización parlamentaria para contraer matrimonio (Constituciones progresistas de 1837, no promulgada de 1856 y de 1869) o al menos para suscribir las estipulaciones y contratos matrimoniales (Constituciones conservadoras de 1845 y 1876). La fórmula de las Constituciones progresistas debería retomarse porque es incongruente que las personas llamadas a la sucesión puedan perder sus derechos si contraen matrimonio contra la doble prohibición parlamentaria y regia y, en cambio, no rija esa precaución sobre el propio Rey. Habría, por ello, que reformar el artículo 57.4 y añadir que el Rey no puede contraer matrimonio contra le expresa prohibición de las Cortes, prohibición expresada en una Ley Orgánica para darle más fuerza jurídica.

El mando supremo de las Fuerzas Armadas [artículo62.h)].Esta atribución del Rey, en concordancia con el inadecuado artículo 8º que regula el papel de las Fuerzas Armadas en el Título preliminar, es un anacronismo que podía estar justificado en 1978 cuando los mandos militares eran franquistas en su mayor parte. Pero en el siglo XXI no es adecuado. En primer lugar, porque el mando efectivo de las Fuerzas Armadas corresponde al Gobierno, que dirige toda la política del Estado. En segundo lugar, porque crea un vínculo especial del Jefe del Estado con un sector de la Administración que roza el mito del Rey-soldado de la Restauración, que tan nefasto fue para España.

El ejercicio del derecho de gracia [artículo 62.i)]. Aunque de hecho no

es una atribución regia sino del Gobierno, parece un anacronismo

residenciar en el Rey esa función que, con su actual redacción evoca las

marcas de la soberanía del Rey absoluto.

Declaración de la guerra y de la paz (artículo 63.3).Aunque esta potestad responde al modelo de la Monarquía parlamentaria, la previsión, en 1978, del instituto de la declaración de guerra es un anacronismo, porque la Carta de Naciones Unidas prohíbe las declaraciones de guerra al permitir sólo actuaciones armadas defensivas.

Dos últimas acotaciones para cerrar el tema. Durante el proceso de abdicación del Rey Juan Carlos I todavía hubo publicistas (pero ningún constitucionalista) que hablaron de la necesidad de una Ley Orgánica para regular el régimen jurídico de la Corona o, al menos, las reglas de sucesión, todo ello al amparo de una interpretación equivocada del artículo 57.5 de la Constitución. El Gobierno actuó correctamente y se limitó a presentar una Ley Orgánica de abdicación del Monarca. Hay que insistir en que el régimen jurídico de la Corona debe estar en la propia Constitución y no en Leyes que siempre pueden pasarse al aumentar las atribuciones del Rey, o, inversamente, quedarse cortas y limitarlas injustificadamente.

Finalmente, aunque volveremos a señalarlo cuando se trate del procedimiento de reforma constitucional, tampoco se justifica la especial protección que tiene el Título II cuya reformar equivale a una reforma total. Se ha demostrado que una crisis que arrastrara a la Monarquía no se impediría por un mecanismo agravado de reforma constitucional y, en cambio, ha obstaculizado un cambio tan poco polémico como es la preeminencia del varón sobre la hembra en la sucesión en el Trono.