Por ello el constitucionalismo liberal tuvo como referencia la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que consagró ciertos derechos políticos y libertades. A lo largo de todo el siglo XIX y hasta 1918 ese fue el modelo de las Constituciones liberales. Al acabar la Primera Guerra Mundial, media Europa conoció procesos revolucionarios, la mayoría de los cuáles desembocaron en Constituciones democráticas (Alemania, Austria, Checoslovaquia, Polonia, los Países Bálticos, más tarde España) algunas de las cuáles introdujeron una categoría nueva de derechos, los derechos sociales. Uno de los primeros constitucionalistas que teorizó estos derechos fue el jurista ruso-francés Boris Mirkine-Guetzévitch (Modernas tendencias del Derecho Constitucional, Madrid, 1934) quien, al describir la influencia socialdemócrata en la Constitución de Weimar (precisamente frente al bolchevismo), escribió que la ideología socialista no podía quedar satisfecha con el parlamentarismo y la democracia formal y que tenía que avanzar en el derecho al trabajo y a una existencia digna (pág. 36). No es por eso casualidad que fuera un socialdemócrata alemán, Hermann Heller, el primero en elaborar un marco teórico para el Estado Social (¿Estado de Derecho o Dictadura?, publicado por vez primera en 1929) siguiendo lo previsto en la Constitución de Weimar de 1919.

La Constitución española, como vimos en el artículo anterior (“La reforma de la Constitución. VII. Qué tratamiento se debe dar a los derechos fundamentales”), es un texto constitucional muy garantista de los derechos y libertades que podríamos denominar clásicos. En el pacto político que comportaba el proceso constituyente, la derecha que quería ser democrática (la UCD) aceptó sin gran resistencia un marco muy amplio de derechos y libertades clásicas dotado de gran densidad jurídica (regulación básica en la Constitución a pesar de necesitar la colaboración de la Ley, protección especial mediante el recurso de amparo, gran amplitud en la regulación de su contenido, etc.). No ocurrió lo mismo con los denominados derechos sociales.

Como también vimos en el anterior artículo, el Capítulo II del Título Primero de la Constitución tiene una extensa Sección 1ª dedicada a los derechos fundamentales y a las libertades públicas, que recoge los derechos y libertades clásicos que se inician a finales del siglo XIX, y una Sección 2ª que se titula, con menos prosopopeya, “De los derechos y deberes de los ciudadanos” (artículos 30 a 38). Y a continuación de esa Sección 2ª el mismo Título Primero de la Constitución contiene otro Capítulo, el III, dedicado a los “Principios rectores de la política social y económica” (artículos 39 a 52) que ni siquiera alcanzan la categoría de derechos. Es en la Sección 2ª del Capítulo II sobre “derechos y deberes de los ciudadanos” y en el Capítulo III, sobre “Principios rectores de la política social y económica”, donde se residencian los derechos sociales que la derecha no quiso considerar fundamentales, y ahí es donde habrá que proponer reformas constitucionales de más intensidad. Veamos el contenido de ambos apartados.

Los derechos y deberes constitucionales que encontramos en la Sección 2ª del Capítulo II son los siguientes: derecho y deber de defender a España (servicio militar); contribución a los gastos públicos; derecho a contraer matrimonio; derecho a la propiedad privada y a la herencia; derecho de fundación; derecho al trabajo; existencia de los Colegios Profesionales; derecho a la negociación colectiva y al conflicto colectivo; y libertad de empresa. Y son “Principios rectores de la política social y económica” conforme al Capítulo III: la protección a la familia; el progreso social y económico y la distribución equitativa de la renta regional; la formación profesional; el régimen público de Seguridad Social; los derechos de los trabajadores españoles en el exterior; el derecho a la protección a la salud; el acceso a la cultura; la promoción de la ciencia; el derecho al medio ambiente; la conservación del Patrimonio Histórico, Cultural y Artístico; el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada; la participación de la juventud en el desarrollo político, social, económico y cultural; el tratamiento especial a los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos; las pensiones adecuadas para la tercera edad; la defensa de los consumidores y usuarios; y la regulación de las organizaciones profesionales.

Como se puede observar, es en estos dos apartados donde se detecta una mayor usura conceptual a la hora de describir jurídicamente el Estado Social. Cuando Heller había hablado del Estado Social en 1929, cuando el Gobierno británico había publicado los dos informes de Lord Beveridge en medio de la Segunda Guerra y cuando los beneficios del Estado Social se estaban implantando rápidamente en Alemania Occidental y en Italia desde finales de los años 40, en España la Constitución revistió de cautelas y de reservas la regulación de los derechos sociales.

La paradoja, demostrativa de esta actitud cautelosa o más bien cicatera, es que en la Constitución se hable del “derecho a la protección a la salud” (artículo 43.1), del derecho a acceder a la cultura (artículo 44.1), del “derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado” (artículo 45.1) y del “derecho a disfrutar de una vivienda digna” (artículo 47) pero no se les atribuye los caracteres propios de un derecho conforme establece el artículo 53 (vinculación a los poderes públicos, reserva de ley, tutela mediante el recurso de amparo, procedimiento judicial preferente y sumario. A lo más a lo que llegan es a “informar” la legislación, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. ¿Cómo “informan”? En la práctica, como quiere cada Gobierno.

Por eso en la futura reforma constitucional la socialdemocracia debe ser fiel a sus orígenes históricos europeos y replantear un muy intenso reforzamiento de los derechos sociales, de modo que no queden a la disponibilidad de Gobiernos y mayorías parlamentarias proclives a desmantelarlos, pues ese desmantelamiento (cuando no eliminación), es ya un paradigma para la derecha universal, arrepentida de las cesiones que hizo tras la Segunda Guerra Mundial (hace falta estar ciegos).

En consecuencia, como mínimo, la izquierda debería proponer que la Constitución reformada incorpore las siguientes adiciones que completen y garanticen el régimen jurídico de los derechos sociales:

· El derecho fundamental a una remuneración suficiente para el trabajador. Cuando hasta ABC y El Mundo reconocen el descenso de los salarios, sería una medida innovadora “blindar” (aquí sí hace falta blindar y no en el caso de las competencias catalanas que se inventaron unos delirantes juristas) la suficiencia salarial. Y no debería escandalizarse la derecha porque un buen salario asegura la venta de bienes y servicios.

· El Estatuto de los Trabajadores debería tener carácter de Ley Orgánica, a fin de que sea más difícil adulterarlo, como han hecho el Gobierno de Rajoy y su mayoría parlamentaria.

· El derecho fundamental a la negociación colectiva. Como ya hemos visto cómo están royendo el derecho a la negociación colectiva, no estaría mal calificarlo como fundamental.

· Configurar el derecho fundamental a un régimen público de Seguridad Social, con los mismos fines que lo anterior.

· Regular el derecho fundamental a la protección a la salud, a fin de parar a los kamikazes de la sanidad pública (kamikazes porque lanzan sus aviones sobre los centros públicos a fin de destruirlos, aunque ellos también se estrellen) que sólo entienden la sanidad como un negocio y sólo entienden la sanidad pública como la posibilidad del copago.

· Fijar como derechos no fundamentales: el acceso a la cultura, al disfrute de un medio ambiente sano, al disfrute de una vivienda digna y a las pensiones adecuadas para los ciudadanos de la tercera edad.

Habrá quien piense que lo que propongo es un programa máximo, incluso maximalista, que no casa con las tendencias vigentes incluso en la socialdemocracia europea (como se ve en los Gobiernos francés e italiano). Efectivamente, en el esfuerzo por desmontar el Estado social han contribuido incluso algunos Gobiernos y partidos socialdemócratas. Pero si lo enfocamos con una visión más larga, menos inmediata, llegaremos a la conclusión de que sólo una renovación del contrato social que expresó el Estado Social puede garantizar la convivencia democrática en sociedades mínimamente avanzadas como las europeas. Desde esa perspectiva, el programa aparentemente maximalista que presento para reformar la Constitución es el programa de renovación del Estado Social que es tanto como proponer la reafirmación de una agenda política de convivencia y de paz social.

Con la visión corta, cuando no mezquina, que ha caracterizado a la derecha y a los empresarios españoles en los últimos años, cuando la izquierda plantee estos temas se le dirá que no hay dinero. Pero como este discurso es fácilmente desmontable, más vale concluir un nuevo pacto social porque en el horizonte empiezan a asomar los nuevos bolcheviques que ni siquiera tienen el aliento mítico de quienes hicieron la Revolución Soviética.