En el artículo anterior vimos cómo la Constitución organiza las relaciones entre las Cortes Generales y el Gobierno. Ese modelo de relaciones ya prefiguraba un Gobierno fundado en el principio de Canciller, esto es, en la absoluta preeminencia del Presidente sobre el resto del Gobierno. Lo primero que hay que señalar al examinar el tratamiento constitucional del Gobierno es ese principio de Canciller como elemento definitorio y también descriptivo del Gobierno en la Constitución española: la relación fiduciaria se articula entre el Congreso de los Diputados y el Presidente, no con el resto del Gobierno (artículos 99 y 112 a 115). El principio de Canciller emerge también en otros preceptos constitucionales: el Presidente dirige la acción del Gobierno (artículo 98.2), los miembros del Gobierno son nombrados y cesados por el Rey a propuesta de su Presidente [artículos 62.e) y 100] y los miembros del Gobierno cesan cuando el Presidente pierde la confianza parlamentaria, dimite o fallece (artículo 101.1). Además, descendiendo al nivel legal, la Ley que regula la organización y el funcionamiento del Gobierno, la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, ha creado la figura normativa de los Decretos del Presidente del Gobierno que otorgan a éste el completo dominio sobre la estructura gubernamental (Javier García Fernández: Estudios sobre el Gobierno, Madrid, 2008).
Eso no quiere decir que en la Constitución no estén presentes los otros dos principios de organización de los Gobiernos, los principios colegial y departamental. El principio colegial, que tiende a residenciar las decisiones en la forma colegiada del Gobierno que es el Consejo de Ministros (u otros órganos colegiados como son en España las Comisiones Delegadas), tiene en la Constitución cierta importancia, al menos formal, pues los Reales Decretos y los proyectos de ley han de ser aprobados necesariamente por el Consejo de Ministros [artículos 62.f) y 88] y éste ha de deliberar si el Presidente desea plantear la cuestión de confianza ante Congreso (artículo 112) o cuando pretende disolver las Cámaras (artículo 115). Además, corresponde al Consejo de Ministros declarar el estado de alarma y el estado de excepción (artículo 116.2 y 3). Por otra parte, la citada Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, ha residenciado en el Consejo de Ministros algunas funciones que la Constitución atribuía indeterminadamente al Gobierno aunque en la historia constitucional española siempre correspondían al Consejo de Ministros (aprobar los proyectos de ley de Presupuestos Generales del Estado, los Decretos-Leyes y los Decretos Legislativos).
En cambio, la propuesta para que el Congreso de los Diputados declare el estado de sitio no compete al Consejo de Ministros sino al “Gobierno” y esa expresión se repite en la Ley orgánica 4/1981, de 1 de junio, de estados de alarma, excepción y sitio, lo que hizo pensar que era deliberado quizá por el recuerdo del 23-F, por si fuera necesario buscar una forma organizativa del Gobierno distinta del Congreso de Ministros. Sin embargo, la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, también ha atribuido la propuesta de declaración de estado de sitio al Consejo de Ministros.
En cuanto al principio departamental, es decir, el principio que atribuye a los Ministros la capacidad de adoptar decisiones, aparece en la Constitución al hacer de los Ministros un componente necesario del Gobierno (artículo 98.1). De hecho, sólo el Presidente y los Ministros han de existir necesariamente en un Gobierno. También aparece el principio departamental cuando el artículo 98.2 se refiere a la competencia y responsabilidad directa de los Ministros en su gestión. También emerge el principio departamental cuando la Constitución prevé que las Cámaras y sus Comisiones pueden recabar de los Departamentos ministeriales la información y ayuda que precisen (artículo 109), cuando se atribuye a esas Cámaras y a sus Comisiones la posibilidad de reclamar la presencia de los miembros del Gobierno (artículo 110.1), cuando se otorga a éstos el acceso a las sesiones o se contempla la facultad de hacerse oír en éstas (artículo 110.2). Igualmente encontramos el principio departamental cuando se establece que los miembros del Gobierno están sometidos a las interpelaciones y preguntas de las Cámaras (artículo 111.1).
¿Qué eficacia real tienen los principios colegial y departamental versus el muy potente principio de Canciller? La respuesta está muy conectada a dos factores metajurídicos como son la posición del Presidente en el seno de su partido y los resultados electorales que pueden determinar que se forme un Gobierno de coalición. Cuando el Presidente del Gobierno carece de fuerza directiva dentro de su partido, el principio de Canciller se debilita, lo que no significa que tengan pleno predominio los principios colegial y departamental, como se vio en la legislatura constitucional de Adolfo Suárez o durante todo el Gobierno de Calvo-Sotelo. Otro tanto cabe decir de un Gobierno de coalición en que el posiblemente débil principio de Canciller no siempre es desplazado por los otros dos principios colegial y departamental sino por una situación de descoordinación.
Pero más allá de estos dos factores metajurídicos se puede decir que el principio colegial es quizá el más debilitado en el ordenamiento jurídico y en la práctica constitucional. Como ni la Constitución ni la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, exigen que se vote en el Consejo de Ministros y como, además, esa misma Ley 50/1997, de 27 de noviembre, atribuye al Presidente del Gobierno la fijación del orden del día de las sesiones del Consejo de Ministros, en la práctica es el Presidente el que decide lo que se debate y lo que no se debate en el Consejo de Ministros y lo que se aprueba y lo que no se aprueba. Puede decirse por ello que el principio colegial tiene una eficacia muy, muy limitada.
No ocurre otro tanto con el principio colegial. Como la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado [conocida por su acróstico LOFAGE], ha confirmado el tradicional y extenso ámbito de actuación de los Ministros como órganos superiores de la Administración, éstos disponen de un haz de competencias muy amplio (artículo 12.2 de la LOFAGE) que abarca incluso el ejercicio de la potestad reglamentaria a través de las Órdenes ministeriales. Además, cuando el 1 de octubre de 1976 se creó la Comisión de Subsecretarios (ahora Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios) se otorgó a los Ministerios la posibilidad de formular observaciones a todos los asuntos que se elevan al Consejo de Ministros, la fuerza de cada Ministerio creció notablemente. Por eso se puede decir que, a diferencia del muy disminuido principio colegial, el principio departamental conserva en el Gobierno español toda la pujanza de que disfrutó cuando existían los Secretarios de Estado y del Despacho antes de llegar a la forma colegial del Consejo de Ministros.
Llegados a este punto, es lógico que el lector se pregunte por la conveniencia de mantener o variar la aplicación de estos tres principios en caso de una reforma constitucional. A mi juicio, no se debería reformar ni la absoluta preeminencia del principio de Canciller ni la limitada eficacia del principio colegial. No sabemos lo que nos deparará la política futura ni si en algún momento habrá que constituir Gobiernos de coalición que obligarían a modular el principio de Canciller, pero el planteamiento abstracto de la Constitución me parece correcto porque la experiencia histórica, en España y fuera de España, nos muestra que un Gobierno sólo es eficaz si está dirigido de forma unitaria, sin poderes secundarios que dispersen la función directiva del Presidente. Y este criterio es tanto más válido en la España de 2015, con un Presidente, como Rajoy, que ni dirige el Gobierno ni coordina a los Ministros.
En conclusión, a la hora de reformar la Constitución deberían mantenerse los principios estructurales que regulan la organización del Gobierno. Creo que sin el menor cambio. La única reforma que debería hacerse en los artículos que disciplinan el Gobierno es, el artículo 97, agregar a las atribuciones del Gobierno una más: que le corresponde el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Como dijimos al comentar la regulación de la Corona, es anacrónico y hasta peligroso que un Jefe de Estado carente de legitimidad democrática directa desempeñe una función claramente gubernamental. Salvo ese cambio, los restantes artículos deberían mantenerse sin el menor cambio