Desde que Montesquieu habló de un Poder Judicial que castiga los delitos o juzga las diferencias entre particulares y también desde que el bordelés consideró que los Ministros del Príncipe no deben juzgar (Del espíritu de las leyes, lib. XI, cap. VI; y lib. VI, cap. VI, respectivamente), la función judicial plantea cuestiones capitales para el buen funcionamiento del Estado y a fortiori si es en el Estado democrático. Estas cuestiones capitales se compendian, básicamente, en el grado y las vías necesarias para asegurar la independencia de los Jueces, de un lado, y, de otro, en el grado de activismo que es compatible con la atribución al Gobierno y al Parlamento de la dirección de la política del Estado (véase Carlo Guarnieri y Patrizia Pederzoli: La puissance de jugar. Pouvoir judiciare et démocratie, París, 1996, que sigue siendo un texto sugerente y con cuestiones de gran actualidad).
La Constitución, en su Título VI, ha aportado un tratamiento equilibrado al Poder Judicial, tratamiento que se inicia en lo semántico porque sólo el judicial es calificado como poder, lo que a mi juicio es un acierto pues cuesta más considerar al Gobierno como Poder Ejecutivo o al Parlamento como Poder Legislativo. Conceptualmente hablando, el judicial es un verdadero poder del Estado en el que se concentra una función doble (juzgar y ejecutar lo juzgado) que sólo corresponde a ese mismo poder, sin compartirlo con el Gobierno ni con el Parlamento.
El Título VI es, como acabamos de apuntar, un Título equilibrado que regula:
La noción de la Justicia que emana del pueblo y es administrada por Jueces y Magistrados independientes e inamovibles sometidos al imperio de la Ley.
- La articulación de la independencia de los Jueces a través de la prohibición de separación, suspensión, traslado o jubilación.
- La atribución a los Juzgados y Tribunales del monopolio de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
- El principio de unidad jurisdiccional, la remisión a la Ley para regular la jurisdicción militar y la prohibición de los Tribunales de excepción.
- La posible gratuidad de la Justicia.
- La publicidad de las actuaciones y la necesaria motivación de las Sentencias.
- El estatuto básico del Tribunal Supremo, del Consejo General del Poder Judicial, del Ministerio Fiscal.
- El régimen básico de los miembros del Poder Judicial, régimen que incluye la prohibición de pertenecer a partidos y a sindicatos.
Como se ve, la Constitución es generosa en la regulación de los principios básicos que afectan al Poder Judicial. ¿Qué materias deberían reformarse? En síntesis, una reforma constitucional debería afectar al Consejo General del Poder Judicial, a la gratuidad de la Justicia, a la organización territorial de los Tribunales, la definición del Ministerio Fiscal y el estatuto de Jueces y Magistrados. Hoy hablaremos de la organización del Consejo, dejando para el próximo artículo la gratuidad de la Justicia, la organización territorial de los Tribunales, la definición del Ministerio Fiscal y el estatuto de Jueces y Magistrados.
El Consejo General del Poder Judicial, regulado en la Constitución como órgano de Gobierno del Poder Judicial (artículo 122.2) ha dado lugar siempre a muchas controversias. Por ejemplo, para Javier Pérez Royo el Consejo es un órgano artificial que busca garantizar la independencia judicial y que está diseñado en la Constitución con alcance más negativo que positivo a fin de evitar que el Poder Judicial sea gobernado por el Gobierno o autogobernado por los Jueces y Magistrados (Curso de Derecho Constitucional, Madrid, 2012, 13ª ed., págs. 705-709). Además, la peculiar redacción del artículo 122.3 de la Constitución ha dado lugar, sucesivamente, a cuatro tipos diferentes de elección (1980, 1985, 2001 y 2013), sucesión de modelos que debe explicarse.
La historia del Poder Judicial en toda Europa refleja muy bien la tensión entre autogobierno y heterogobierno. Para los miembros del Poder Judicial, que han constituido una élite de la sociedad durante muchos siglos, el autogobierno constituía una fórmula organizativa cómoda porque les garantizaba poder social y preeminencia política. Para los Gobiernos el heterogobierno judicial ejercitado desde el Ministerio de Justicia era la fórmula más indicada para neutralizar la independencia judicial. Para el ciudadano que ha de acudir al servicio público de la Justicia (expresión ésta muy poco apreciada por los profesionales de la Magistratura) el heterogoberno no es bueno porque le pone frente a Jueces susceptibles de presión política desde el Gobierno pero un exceso de autogobierno tampoco es positivo porque sería en todo caso un autogobierno sin controles políticos.
Por eso en la tensión que reflejan las Constituciones europeas, entre las diversas fórmulas de participación gubernamental y hasta parlamentaria en el nombramiento de los Jueces (en Alemania los Jueces son designados por comisiones donde participan los Ministros de Justicia federal y de los Ländery el Bundestag; en Bélgica se elaboran listas por parte de los Tribunales y las asambleas parlamentarias y territoriales y el Rey (es decir, el Gobierno) elige entre esas listas; el Tribunal Supremo holandés se elige por medio de ternas del Parlamento, etc.) y el modelo mediterráneo de Consejo de la Magistratura (Francia, Grecia, Italia y Portugal) las opciones que atribuyen a un órgano no gubernamental la gestión del Poder Judicial parecen más equilibradas porque sitúan a los Gobiernos fuera del proceso de selección y de promoción de los Jueces. Pero esta fórmula organizativa extragubernamental tiene el riesgo de acentuar el corporativismo de los Jueces que, como cualquier colectivo cualificado y de élite, tiende a buscar sus zonas opacas de autonomía.
Ese es el tema que ha estado latiendo en España desde que, tras la aprobación de la Constitución, se dictó la primera Ley que regulaba y organizaba el Consejo General del Poder Judicial, la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, que disoció los Vocales de origen judicial, elegidos por los Jueces y Magistrados, y los de origen no judicial que eran elegidos, como prevé la Constitución, por el Congreso de los Diputados y el Senado. Ésta fórmula de 1980, con un Parlamento mayoritariamente de derechas, satisfacía a la judicatura conservadora, porque creaba un ámbito de Vocales exento y cerrado, en cuya designación sólo intervenían los propios miembros de la carrera judicial. Pero el Consejo no es la permanente de un sindicato judicial sino todo un órgano constitucional especializado en ciertas funciones por lo que no estaba justificado que doce Vocales del Consejo se eligieran sólo por los profesionales implicados, como si de un sindicato se tratara. Así apareció la llamada “enmienda Bandrés” (por el Diputado vasco que la firmó con destino al proyecto de ley orgánica del Poder Judicial, aunque la realidad es que se estudió, se redactó y se decidió en la Secretaría de Estado de Relaciones con las Cortes y para la Coordinación Legislativa). Gracias a esta enmienda, los veinte Vocales del Consejo General del Poder Judicial pasaron a ser elegidos por mitades por el Congreso de los Diputados y por el Senado, si bien doce de esos Vocales habían de ser profesionales de la judicatura. Naturalmente que esta fórmula, la más democrática para proveer un órgano constitucional, provocó la ira de la derecha política y judicial y los Diputados de Alianza Popular se apresuraron a recurrir la Ley Orgánica, igual que lo hizo, sin poderlo hacer, el propio Consejo General del Poder Judicial mediante una operación lamentable que desprestigió a su Presidente. Pero el Tribunal Constitucional, en una rigurosa Sentencia, la 108/1986, de 29 de julio, avaló la constitucionalidad de la fórmula.
A mi juicio, fue el momento más respetuoso con el principio democrático, pero empezó a torcerse con la Ley Orgánica 2/2001, de 28 de junio, pactada innecesariamente por el PSOE con el Gobierno del Presidente Aznar, que fijó un procedimiento para que los candidatos de procedencia judicial fueran propuestos por las asociaciones profesionales, que adquirieron un protagonismo que no les correspondía. Finalmente, el modelo nítido de 1985 ha terminado de quebrarse con la Ley Orgánica 4/2013, de 28 de junio, que no sólo persiste y amplía la posibilidad de presentación de Magistrados (mediante la curiosa fórmula de autopresentación) sino que ha dividido a los Vocales en dos categorías, los de primera, que tienen dedicación completa y los de segunda categoría que no tienen esa dedicación (¿sería imaginable que hubiera Diputados o Ministros de dedicación parcial?).
Con estos antecedentes, parece que una eventual reforma constitucional debería afrontar dos temas capitales que son la plena libertad de Vocales del Consejo por parte de las Cámaras y la constitucionalización de la plena dedicación de estos Vocales. Lo primero requiere reformar el artículo 122.3 de la Constitución, a fin de que establezca con nitidez qué es el Parlamento, que representa a los españoles, quien elige a todos los Vocales así como que la propuesta de los candidatos corresponde exclusivamente a los Grupos Parlamentarios. Evidentemente, no es una fórmula que guste a la derecha, política y judicial, pero si la izquierda se cierra en banda el resultado podría ser más disfuncional pues el Consejo General actual, bajo la presidencia de un Magistrado conservador y bien conectado con el Gobierno popular, está llegando a tales niveles de descrédito que acabarán provocando que surjan opiniones que pongan en cuestión la propia existencia del Consejo.
Es cierto que la mera elección del Consejo, con o sin propuestas o autopropuestas judiciales, ha dado lugar a la acusación de politización partidaria, pero aquí hay que responder con toda firmeza: bienvenida sea la politización de los partidos si éstos han sido elegidos por los ciudadanos.
Por otra parte, que la Constitución diga que los Vocales no podrán dedicarse a ninguna otra función, como se dice respecto a los miembros del Gobierno, parece una exigencia que hubiera sido innecesaria si Ruiz-Gallardón no hubiera llegado a pervertir un órgano constitucional con esa sectaria división de dos clases de Vocales.
El resto de la regulación constitucional del Consejo no parece que sea necesario reformarse pues, desde un punto de vista conceptual, la idea misma de un órgano específico para gobernar el Poder Judicial es una idea acertada y que ofrece más garantía de independencia que otras fórmulas que están vigentes en los Estados de la Unión Europea.