La unión de la banca privada española no es un fenómeno nuevo, tiene ya una larga historia que se remonta al final de los años 70 del siglo pasado en que, con motivo de la crisis bancaria, desaparecieron más de cincuenta bancos que fueron adquiridos por otros más importantes, Banco de Vizcaya, Banco Central, Banco Hispanoamericano etcétera, que se iniciaron así en los mecanismos de la reestructuración de la banca. Desde entonces no hubo apenas pausa hasta llegar a la creación de los dos grandes bancos españoles, el Santander y el BBVA, que gozan de una posición claramente dominante en todo el territorio nacional, con lo que ello supone en el juego de la libre competencia.
Precisamente esa concentración de la banca española, justificada no por razones domésticas sino por los importantes intereses internacionales de los bancos implicados, fue posible sin menoscabo de la competencia dentro de España, porque en nuestro sistema de crédito existían las Cajas de Ahorros, cuyo grado de concentración era menor, dada su distribución territorial y su especialidad en el negocio minorista.
Pero la crisis financiera en el sector de Cajas de Ahorros y las recetas jurídicas y económicas aplicadas para su resolución, fundamentalmente fusiones y concentraciones, así como su transformación en bancos, han roto, entre otros, los valores de la competencia, sobre todo en una economía, como la española, que va a necesitar el reforzamiento del negocio minorista y la restauración del “narrow banking”, cuyo olvido por muchas entidades nos ha conducido al desbarajuste actual; desbarajuste que nos anuncia un largo horizonte de incertidumbre y de escaso negocio bancario.
Por ello, resulta chocante la reiteración del discurso de la concentración y el abandono de las cualidades de eficacia de la banca minorista española. Tal parece que nuestra economía fuera la de los grandes países industriales y exportadores, que requieren de la gran banca mayorista para velar por sus intereses, lo que no es el caso español. Puede que la preocupación por la crisis haya oscurecido una visión más realista de las necesidades bancarias de España y se hayan ignorado las doctrinas y advertencias de aquellos que consideran la necesidad de evitar la constitución de grandes grupos bancarios que, en tiempos de crisis, se convierten en inmanejables por los propios Estados.
Para enjuiciar las concentraciones bancarias, parece conveniente preguntarse por su justificación y por el objetivo que se persigue. Hasta ahora, debo confesar que no encuentro respuestas sólidas a ambas cuestiones, salvo algunos latiguillos al uso, como el de “tener músculo financiero”, que tiene muy poco que ver con la realidad de una economía de nivel medio como es la española. Y, sin embargo, de incrementar la concentración existente, sí se puede dar lugar a la creación de más entidades sistémicas y a una disminución ostensible de la competencia, además de provocar un alto grado de exclusión financiera en el conjunto del país.
Dadas las penosas circunstancias económico-financieras de España y de las políticas de reestructuración practicadas estos años, cuyos resultados y fracasos son evidentes, sería prudente no seguir creando nuevas expectativas milagrosas, basadas en mitos o señuelos como los de la concentración bancaria, que distraen la atención y que perturban el esfuerzo de las entidades crediticias. Más valdría dar paso a un manejo prudente de la gestión y supervisión de las diferentes entidades, que integran nuestro sistema crediticio, incluyendo la puesta en marcha de la gestión pública homogénea de aquellas que ya son propiedad del Estado. Lo demás creo que entra en el capítulo del diletantismo y de la liviandad, cuyo abuso nos ha conducido al desánimo y al empobrecimiento. No son urgentes más aventuras, sí son urgentes la prudencia y la seriedad.