Cualquier análisis sensato de la coyuntura económica actual ha de llevarnos a la conclusión de que si queremos un poder público fuertemente inversor para estimular la demanda, si queremos un Estado en disposición de tapar agujeros en el sistema financiero, si queremos un sistema efectivo y justo de protección social, y si, además, queremos evitar que el déficit y la deuda pública se disparen, tenemos que revisar al alza nuestro sistema fiscal. Esto sí que es inexorable. No es posible gastar más sin ingresar más.

Existe un consenso muy extendido en todo el mundo, si bien poco explicitado, a favor de las estrategias socialdemócratas para que las administraciones públicas suplan el déficit de iniciativa privada con inversiones productivas notables. Este esfuerzo requiere dinero. Tampoco la factura de la estabilización financiera en marcha será barata. En el capítulo social, además, España se sitúa a la cabeza de Europa en cuanto a las necesidades, dado nuestro nivel de desempleo, pero, sin embargo, nuestro gasto se sitúa aún siete puntos por debajo de la media de la zona euro. Toca aportar más fondos. Mientras tanto, la presión fiscal en España (menos del 33% sobre PIB) se ha reducido en los últimos años y está muy lejos de las referencias europeas. Hay, evidentemente, una reforma fiscal pendiente en nuestro país.

La reforma deberá reflexionarse bien. Habrá de ejecutarse de forma razonable y equilibrada. El objetivo es que contribuya a superar la crisis cuanto antes, mediante la promoción de un nuevo modelo de crecimiento, más sólido, más sostenible, más moderno y más justo, sin perjudicar a nadie. No se trata de castigar el consumo, ni la inversión, ni el ahorro necesario. En consecuencia, los principios a aplicar habrán de ser, entre otros, los de la suficiencia, la progresividad y la preservación ambiental. Así se está planteando en otros países, como Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, que no constituyen precisamente la tríada de la revolución bolchevique.

Desde diversos ámbitos de la izquierda política y social se están haciendo propuestas interesantes, si bien no todas pueden aplicarse conjuntamente y de una vez. Parece sensato introducir ciertas dosis de progresividad en algunos elementos fiscales, como los famosos 400 euros del IRPF o los 2.500 euros por nacimiento, que surgieron al calor del superávit. También puede sugerirse alguna revisión en los tipos aplicables en el IRPF sobre las rentas más altas. No suena mal aquello de ir equiparando la tributación entre rentas del trabajo y rentas del capital. Probablemente hemos aplazado en demasía un impulso definitivo a la llamada fiscalidad ambiental, es decir, que tribute más quien más contamina. Cabe asimismo intensificar la lucha contra el agujero negro del fraude y los paraísos fiscales.

Otras medidas que se proponen quizás no sean tan definitorias ni tan concluyentes a efectos de recaudación, pero sin embargo podrían tener efectos ejemplarizantes positivos. Me refiero, por ejemplo, a la finalización del privilegio establecido en su día para los futbolistas extranjeros que tributan al tipo más bajo con la coartada de que “su vida laboral es muy corta”. Hoy esto es muy difícil de explicar.

Hemos de contar, por supuesto, con la respuesta desabrida de la derecha y sus altavoces. Son especialistas en el arte imposible del soplar y el sorber a un tiempo. Cada mañana reprochan al Gobierno la magnitud del gasto y del déficit. Y cada tarde reclaman más y más gasto sectorialmente en ferrocarriles, en carreteras, en viviendas públicas, en ayudas a la dependencia, en financiación autonómica… Sus fórmulas de menos impuestos y menos regulación nos han llevado a donde nos han llevado. Centrémonos en la responsabilidad de hacer lo preciso para sacar al país de esta situación, más allá de críticas oportunistas y demagógicas, y más allá de los teóricos del fracaso liberal.

Esta reforma sí que importa.