Se trata de una situación sin precedentes en la historia del Tribunal. La renuncia de los Magistrados es comprensible y justificada, dado que han cumplido con creces su mandato de 9 años, que expiró en noviembre pasado. Transcurrido medio año no se vislumbra voluntad política alguna de proceder a la renovación por lo que las dimisiones deben ser comprendidas como una llamada de atención a los partidos políticos.
En este sentido, conviene recordar como en el acto de toma de posesión de los cuatro magistrados del Tribunal Constitucional designados por el Senado, en enero pasado, la Presidenta saliente, María Emilia Casas, pronunció un brillante discurso. En él vino a denunciar el comportamiento de los partidos políticos mayoritarios que desde el 2007 impedían la renovación de los miembros del Alto Tribunal.
Como es sabido, de los doce magistrados del Tribunal, cuatro son nombrados a propuesta del Congreso de los Diputados y otros cuatro a propuesta del Senado, por una mayoría de tres quintos. El mandato (9 años) de los magistrados designados por el Senado concluyó en 2007 y el de los nombrados a propuesta del Congreso de los Diputados en 2010. Los partidos políticos mayoritarios tardaron más de tres años en reemplazar a los primeros, y el Partido Popular bloqueó el pasado 19 de enero y por enésima vez, la sustitución de los segundos. Ante el bloqueo existente, estos han optado por la renuncia.
María Emilia Casas advirtió que el quebrantamiento de esos plazos implica “un incumplimiento grave de la Constitución” y “perjudica la calidad de nuestra democracia”. En cualquier país en que la clase política y la opinión pública se tomaran en serio el Estado de Derecho, esta denuncia, tan clara como rotunda, habría provocado una crisis política e institucional. Lamentablemente, en España, al margen del apoyo generalizado que el discurso recibió de la judicatura y de la academia, sus palabras o no encontraron eco, o lo que es peor fueron groseramente contestadas por algún dirigente político.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la situación denunciada es sumamente preocupante para el futuro de nuestro Estado Constitucional. Los partidos mayoritarios están incumpliendo de manera manifiesta y grave su obligación constitucional de renovar en plazo al órgano fundamental de nuestro sistema político, el que, por configurarse como defensor y supremo guardián de la Constitución, es la clave de bóveda del Estado democrático. Y están incumpliendo sus obligaciones constitucionales no sólo por el retraso en efectuar los nombramientos, sino -y esto es aun más grave- , por la forma en que estos se llevan a cabo.
Cuando la Constitución exige que para ser magistrado del Tribunal Constitucional hay que contar con el respaldo de tres quintos de los diputados o senadores, lo que se pretende es que las personas nombradas sean completamente independientes de los partidos para desempeñar con objetividad su función. Se entiende que si un jurista recibe el respaldo de tan alto número de parlamentarios, que necesariamente incluye a los miembros de los dos principales partidos, su idoneidad está asegurada. En definitiva, de lo que se trata es de evitar que un partido pueda nombrar para esos cargos a personas en las que sólo el confía. Y sin embargo, eso es lo que ocurre en la realidad.
El pacto alcanzado con más de tres años de retraso entre el PSOE y el PP para renovar en enero de este año a los magistrados designados por el Senado no consistió en un acuerdo sobre quiénes son las personas que por su trayectoria y competencia profesional resulten las más adecuadas para cubrir los cargos, sino en la aceptación incondicionada por cada parte de los candidatos de la otra. Esto es, en un reparto según el cual corresponde al PSOE designar a dos y al Partido Popular otros dos. Los partidos políticos pervierten así el modelo constitucional y lo reemplazan por una suerte de sistema proporcional basado en cuotas de poder que no tiene ni puede tener cabida en el ámbito que nos ocupa.
Innecesario es subrayar que este sistema conduce inexorablemente a la politización en sentido partidista de una institución que debe permanecer al margen de la lógica del Estado de partidos. En el caso del Tribunal Constitucional esto es particularmente preocupante. Si en virtud de las cuotas se ha decidido que corresponde al PSOE nombrar a dos magistrados y al PP a otros dos (en lugar de que todos nombren a cuatro de trayectoria intachable e independencia acreditada), cada vez que el TC se pronuncia sobre la constitucionalidad de una ley, muchos anticipan ya -aunque sea injustamente- el sentido del voto de un magistrado en función de qué partido lo nombró. Aunque esto no necesariamente sea así, porque los nombrados tienen instrumentos que garantizan su independencia respecto a quien los designó, la credibilidad de la institución sufre una grave erosión.
Aunque de esta situación son responsables los dos partidos políticos mayoritarios, es evidente que el Partido Popular es el principal defensor del manifiestamente inconstitucional sistema de cuotas al que se aferra con tanta fuerza como cinismo. Según Federico Trillo, represente del PP en estas negociaciones, el sistema de cuotas es incompatible con los vetos por lo que el PSOE debe aceptar a los dos candidatos propuestos por el PP incondicionalmente, a cambio del apoyo igualmente incondicionado de este a los candidatos propuestos por el PSOE. El señor Trillo olvida interesadamente que lo que la Constitución establece es precisamente el derecho de veto de ambos partidos, para impedir que ocupe el cargo una persona que no sea capaz de suscitar un consenso real sobre su valía.
Los ciudadanos debiéramos tomar nota de estos comportamientos inaceptables y exigir a los partidos políticos el cumplimiento de sus obligaciones con plena lealtad al espíritu de la Constitución. La renuncia de los tres magistrados cuyo mandato expiró en noviembre supone un aviso muy importante a los partidos mayoritarios para que cumplan con las previsiones constitucionales.