También llama la atención el aislamiento de los viajeros. No hay comunicación entre ellos, la mayoría se sume en su soledad. Algunos aprovechan el tiempo leyendo novelas o informándose en los periódicos gratuitos sobre las últimas noticias, otros se refugian escuchando música en aparatos de última generación, otros observan el espectáculo del ir y venir de los viajeros, y los que pueden cierran los ojos sin más, tratando de recuperar fuerzas. A veces, esta paz aparente se quiebra por las palabras en voz alta de alguna persona que solicita la solidaridad de los viajeros para poder dormir en sitio caliente, o por los acordes de músicos transeúntes que buscan pequeñas recompensas económicas para pasar el día.
En las entrañas de los vagones del metro da la sensación de que todo se paraliza, la vida, las penas, las alegrías…. En ocasiones, también son y somos testigos de episodios violentos, de escenas tiernas entre enamorados, de miradas perdidas de desorientación, de lucha, de ilusión y de rendición… Cuando definitivamente salimos de nuestra introspección llegamos a la estación de destino y se produce nuestra incorporación a las aglomeraciones humanas, que buscan la salida al exterior o nuevos destinos. Aglomeraciones en donde no es habitual escuchar “disculpe”, tras haber recibido un pisotón, y en donde todos somos tan iguales y diferentes al tiempo, que es fácil identificarnos por nuestra apariencia. Los pasillos del metro recuerdan los entresijos de los hormigueros, simétricos, ordenados y tan señalizados, que resulta fácil perderse, de igual modo que nos extraviamos en nuestras vidas.
La rapidez, la inmediatez y hasta el riesgo, que planteaba el gran sociológico alemán Ulrich Beck hace unos años, tratando de mostrar cómo son las sociedades avanzadas de nuestro tiempo, tienen su más curioso reflejo en el subsuelo madrileño o de otras ciudades del mundo. En el metro, el individualismo, el pluralismo, el igualitarismo, la democracia, la libertad, la privacidad, y la secularización, principales valores sociales y culturales de la modernidad tardía quedan patentes. Vale simplemente con observar las formas de comportamiento y de interacción de los usuarios de este medio de transporte, propio de las grandes ciudades del mundo rico y desarrollado.
Por ello, a cualquiera que quisiera acercarse a estas realidades habría que invitarles a darse un paseo por Madrid a través de la experiencia de la luz artificial que alumbra los recovecos del metro, aunque nada de lo que allí verán es artificial, es la vida, pero también la ilusión, la sombra, la ficción y el sueño del personaje de Segismundo del ilustre Calderón de la Barca.