En el año 2009 escribí un artículo en este foro en donde traté de argumentar sobre la soledad versus atomización del individuo en las sociedades tecnológicas avanzadas. Ponía el ejemplo de la red del metro madrileño, que a la par de constituir una microsociedad con sujetos en continuo movimiento, que evoca las novelas de George Orwell 1984 y de Aldous Huxley Un mundo feliz, refleja y amplifica los cambios a los que estamos asistiendo en nuestro país. Pero el metro en la capital, desde su inauguración el 17 de octubre de 1919, ha sido testigo silencioso de la historia española del siglo XX y todavía hoy encontramos retazos del pasado, con alguna que otra estación “fantasma” o publicidad de algún producto estrella de la posguerra en algún rincón perdido entre sus pasillos, que nos retrotrae a un pasado tan alejado de nuestras vidas, que es completamente ajeno al ajetreo y frenético ritmo de sus transeúntes habituales.
La red del metro actualmente es un entramado complejo de kilómetros, que recuerda una tupida telaraña, en donde cada viajero es identificado por el número de la línea por la que transita y su color correspondiente, existiendo líneas y estaciones de primera y segunda categoría. Además, resulta fácil identificar por el recorrido quiénes viven en los mejores y más lujosos barrios y quiénes lo hacen en los más populares y humildes. Asimismo, el metro se ha convertido en un modelo de convivencia intercultural y en un espacio de socialización, en donde personas de numerosas procedencias, razas, culturas, condición sexual, etc… comparten espacios y asientos y, en ocasiones, incomodos trayectos en donde como dicen los castizos “vamos como sardinas en lata”. En una cultura como la nuestra en dónde el contacto físico está reservado para los más allegados, esta “intimidad involuntaria” en un mundo cada vez más interconectado y global, con valores sociales de mayor respecto y tolerancia hacia el otro, tiene una significación diferente a la de antaño. Es posible que sus protagonistas en su aproximación corporal no sean conscientes de lo que están viviendo, habida cuenta de su profundo aislamiento, no en vano días antes de escribir este texto pude comprobar en un trayecto de 25 minutos por el subsuelo de Madrid, que el 90% de los viajeros estaban “en sus cosas”.
Algunos aprovechaban el tiempo leyendo novelas, en su mayor parte en dispositivos electrónicos, otros se refugiaban escuchando música en artilugios de última generación, otros hablaban por sus teléfonos móviles y, la mayor parte de ellos, wasapeaban compulsivamente en larguísimas conversaciones, que hacían que sus dedos se movieran a una velocidad impensable para un hombre o una mujer de hace tan solo una década. En 2009 cuando me aproxime a este tema, el Wassap no existía y no estábamos adiestrados en semejantes menesteres. Los menos observaban, ensimismados en sus pensamientos, el espectáculo del ir y venir de los viajeros, de los músicos ambulantes, de los que solicitan la solidaridad ciudadana de unas monedas para pasar el día. Y, por último, también había quien dedicaba el tiempo a recuperar fuerzas, en un duermevela intencionado.
Esta paz aparente, haciendo una lectura, desde el pensamiento del filósofo surcoreano Buyung-ChulHun, podríamos atribuirla a que vivimos en una sociedad del cansancio, que nos ha llevado por la senda del rendimiento al coste que fuere y a una hiperactividad enfermiza, que se traduce en el mantra “hacer, hacer, hacer y siempre hacer”, que genera vértigo vital y ansiedad, ante un día a día que no se ve claro y que lleva a nuestra mente, permítanme la licencia, el estribillo del famoso bolero “Y así pasan los días… Y yo desesperado”. También ocasiona malestar, un malestar muy profundo, que implica sentimientos de fracaso, de pérdida de la autoestima y de percepción de falta de horizontes de futuro a quiénes se ha ido excluyendo y dejado en la cuneta. Personas que se instalan no ya en la sociedad del cansancio, sino en la sociedad del abatimiento, en un entorno de progresiva atomización del sujeto, en donde cada vez se comparte menos, aunque desde nuestra pequeña atalaya podamos, por ejemplo, acceder con un pequeño artilugio a museos de todo el mundo, a conciertos de grandes maestros, a recitales de artistas sublimes, a películas maravillosas, a libros excepcionales…, en definitiva, a esa dimensión humana que trasciende nuestras imperfecciones. Sirva de ejemplo sobre esta reflexión que si bien en el pasado asistir a un espectáculo era una actividad de ocio compartida con familiares y amigos, en el contexto de las sociedades más avanzadas de nuestros días, los mejor posicionados socialmente pareciera tuvieran el mundo en sus manos. Es tal la oferta que se presenta desde el universo paralelo de Internet, que puede llegar a ser tan sugerente y atractiva, que arrastre a la soledad, de hecho estimo es un hecho. Y bien lo saben las grandes compañías como Facebook o Google que rastrean al detalle los movimientos de sus usuarios en la red, buscando traducir las emociones, ¡nuestras emociones!, en datos concretos, que hagan posible plantear nuevas oportunidades de negocio.
La rapidez, la inmediatez y hasta el riesgo del mundo desarrollado actual, que planteaba el recientemente fallecido sociológico alemán Ulrich Beck hace ya años, tienen su más curioso reflejo en la conducta y hábitos de los usuarios del subsuelo madrileño. En las dependencias del metro, en sus kilómetros de vías y en los cientos de vagones que día a día son asaltados por miles de personas, se observa con claridad el proceso de individualización versus atomización propio de principios del siglo XXI y permite atisbar hacia dónde previsiblemente nos conduciremos.
Por ello, a cualquiera que desee acercarse a esta realidad les sugiero que se den un paseo por Madrid a través de la experiencia de la oscuridad de los túneles y la luz artificial que alumbra los recovecos del metro, aunque nada de lo que allí verán sea realmente artificial, es la vida misma en plenitud.