Los partidos políticos deberían tener bien resueltas estas cuestiones, evitando ambigüedades e incertidumbres que pueden producir efectos negativos en momentos delicados como los actuales. Por otra parte, tampoco parece muy razonable que sean los propios protagonistas los que tengan que tomar, en última instancia, la decisión sobre si optan a concurrir a unas nuevas elecciones o no lo hacen, y sobre el momento que eligen para hacer pública “su” decisión, intentando evitar que puedan producirse daños electorales. O bien, para que su decisión no se interprete como el reconocimiento de un fracaso electoral estrepitoso, en unas elecciones en las que es posible que el “candidato” cesante no se presente, como es el caso de las próximas elecciones municipales y autonómicas.

Por eso, si la eventual decisión de Zapatero se anuncia antes de las próximas elecciones no será positivo. Y si se hace después tampoco. Lo cual emplaza al Presidente ante unos dilemas que no se darían si en España tuviéramos un número limitado de mandatos, o si los partidos políticos, en este caso el PSOE, mantuvieran la práctica histórica de elegir (o reelegir) siempre a sus candidatos por un sistema de sufragio interno. Lo cual muestra, una vez más, la virtud de las prácticas democráticas colectivas, frente a las tendencias recientes de una personalización decisoria excesiva de los liderazgos.

En cualquier caso, lo cierto es que los liderazgos en los sistemas europeos de partidos políticos establecidos aportan un escaso cauce adicional de votos a los que ya tienen los partidos por sí solos. Pero, sin embargo, la crisis de los liderazgos puede añadir mermas electorales importantes, sobre todo en aquellas coyunturas en las que existe una demanda apreciable de confianza por parte de los ciudadanos.

Por otra parte, hay que asumir que el ejercicio de los liderazgos produce cansancios personales y desgastes de todo tipo. Lo cual es perfectamente lógico y natural. Y en el caso que nos ocupa esto se nota cada vez más, como ponen de relieve las últimas encuestas rigurosas, en las que prácticamente la mitad de los electores socialistas de 2004 manifiestan que ahora no piensan votar de nuevo por el PSOE.

Si a esto se añade la baja valoración política del actual Presidente (en torno a un 3,5 sobre 10), se entiende que la persona que se encuentra bajo tales prismas de valoración tenga que realizar una reflexión muy seria sobre si su permanencia al frente del partido ha llegado a ser la principal causa de que tal partido no acabe de remontar en intención de voto. Y, desde luego, de poco vale comparar tales valoraciones con las del líder del principal partido de la oposición (que en algunos aspectos son peores), si tales valoraciones no van acompañadas en dicho caso de un retroceso paralelo en las intenciones de voto. Cosa que no está ocurriendo.

Y tampoco vale quedarse a esperar pacientemente espectaculares –e improbables– recuperaciones económicas y milagrosas iniciativas de gobierno que permitan recuperar en poco tiempo unas expectativas electorales razonablemente acordes con las potencialidades sociológicas de base del PSOE.

Por eso, hay que comprender que para recuperar posiciones y una nueva credibilidad del PSOE son necesarios cambios importantes. No solo cambios de liderazgo, pero primordialmente cambios en el liderazgo. Lo cual exige una gestión convincente de dicho proceso de cambio de liderazgo que, en ausencia de una reglamentación precisa sobre tal dinámica, implica un compromiso generoso por parte de la actual dirección del PSOE y, especialmente, pero no solo, de su actual Secretario General, ya que nos encontramos ante una cuestión que a todos concierne, pero que, tal como están establecidas las cosas, requieren ciertas decisiones personales, que tienen que tomarse con altura de miras y visión de futuro.

A corto plazo nadie podría negar, en principio, que si Rodríguez Zapatero decidiera continuar siendo candidato tendría no solo una legitimidad formal de continuidad, como Secretario General del PSOE, sino también un respaldo de liderazgo en ejercicio, ya que en estos momentos tiene el mayor apoyo sociológico relativo como posible candidato del PSOE, tal como muestran los datos de la última Encuesta de TEMAS (Vid. TEMAS nº 193, noviembre 2010). El hecho de que más de un tercio de los actuales votantes del PSOE (37%) prefieran a Rodríguez Zapatero como candidato, a notable distancia del segundo candidato preferido, revela la ventaja que proporciona el ejercicio del liderazgo –que no deja prácticamente hueco a otros–, al tiempo que muestra que casi dos tercios de los votantes socialistas no lo tienen tan claro. Lo cual es importante.

Consecuentemente, para despejar estas ambivalencias, oscuridades y taponamientos, se necesita aclarar las cosas cuanto antes y abrir los nuevos caminos, estableciendo un procedimiento transparente y creíble de sustitución del liderazgo, y todo ello debiera hacerse con tiempo suficiente para que el nuevo candidato pueda ganar los apoyos necesarios y alcanzar la credibilidad que se precisa. Y si esto lo hace sin verse excesivamente lastrado por posibles errores y costes del pasado, mucho mayor será la posibilidad de recuperar posiciones, incluso entre sectores que actualmente están un tanto renuentes.

Para ello resulta imprescindible que la dinámica sucesoria se produzca con las máximas garantías de credibilidad democrática y de igualdad de oportunidades, lejos de cualquier tentación designatoria y continuista. Y, dadas las fechas y las posibilidades de comunicación y transmisión pública, parece obvio que el proceso que garantiza el mayor grado de atención pública y de capacidad implicativa es el de unas elecciones internas por escrutinio universal y directo de todos los afiliados socialistas. Creo sinceramente que eso es lo que desea en estos momentos la inmensa mayoría de los afiliados del PSOE y lo que más conviene a la situación política de España. Por eso, debe ponerse en marcha un debate serio y abierto en el que todos podamos participar y en el que queden claras las propuestas que va a realizar el PSOE para intentar salir de la actual crisis de una manera razonable y firme, sin oscilaciones ni improvisaciones y sin altos costes sociales y políticos. En eso consiste, precisamente, la democracia, en el derecho de todos a acertar, o a equivocarnos, juntos, sin eludir responsabilidades.