Posiblemente no todo es perfecto en la vida política española actual, pero nadie puede negar que la mayor parte de los fantasmas del pasado han quedado enterrados, y bien enterrados, y que en el período transcurrido desde las elecciones de 1977 la sociedad española se ha transformado y avanzado de una manera espectacular, equiparándose en múltiples aspectos a las sociedades democráticas europeas de nuestro entorno. Por eso, no es extraño que el más leve riesgo de volver a las confrontaciones del pasado produzca preocupación y temor en la opinión pública.

Una vez transcurridos 35 años desde la extinción del franquismo, buena parte de la población española actual no guarda recuerdos directos y vividos de aquel régimen, y mucho menos de sus etapas más atroces. Por eso, no debieran existir mayores problemas para que las familias puedan recuperar a sus muertos olvidados, y enterrarlos en paz, ni tampoco debieran existir problemas para que determinados hechos de la historia de España puedan ser objeto de juicios políticos e históricos razonablemente distanciados y objetivos.

Los españoles debemos ser capaces de superar los traumas del pasado y vivir mirando al porvenir, sabiendo que lo importante ahora es trabajar por un futuro mejor para todos, aprovechando el impulso, los logros y las experiencias positivas de los últimos años, que demuestran que cuando los españoles somos capaces de vivir en paz, con modelos políticos razonables y consensuados y con instituciones estables y respetadas, las posibilidades de España como país pueden expandirse de manera espectacular.

Ciertamente, las experiencias de estos últimos años de convivencia democrática y pacífica y de desarrollo económico y social no han estado exentas de problemas y dificultades y, a veces, se ha podido constatar que algunos ámbitos de la sociedad española no se han adaptado a las exigencias del cambio democrático y de la buena funcionalidad constitucional al ritmo y con el rigor que era necesario. Posiblemente la Justicia es uno de los casos más singulares, y los acontecimientos que están teniendo lugar en los últimos días son una muestra de ello. El hecho de que dos entidades asociativas vinculadas al régimen anterior hayan protagonizado un procesamiento de un Juez que, a su vez, pretendía enjuiciar los crímenes del régimen franquista, constituye un auténtico despropósito, que no es extraño que produzca estupor dentro y fuera de nuestras fronteras.

El problema es cómo se ha podido llegar a una situación así y cómo se pueden evitar repeticiones similares. Eso es lo que tienen que remediar y encauzar los principales partidos políticos. Si problemas de esta naturaleza sólo dan lugar a un refunfuñar y protestar cruzado y a manifestaciones de unos y de otros en las que se enarbolan banderas republicanas y emblemas falangistas, no será extraño que cunda nuevamente la preocupación entre amplios sectores de población. Desde luego, unas y otras reacciones y comportamientos no son equiparables, no sólo por el hecho de que aquellos que se manifiestan en protesta por el enjuiciamiento del juez Garzón sean mucho más numerosos y tengan una legitimidad democrática, sino porque su composición y propósito en su mayor parte no se sitúa al margen de la actual Constitución, más allá de la presencia de algunas banderas del pasado.

El problema está en las beligerancias y las declaraciones de algunos líderes de partidos que forman parte del núcleo central del actual arco parlamentario, y que más que buscar soluciones a situaciones como esta, intentan sacar provecho electoral y desgastar al contrario, por no mencionar los disparates de la Señora Aguirre que intenta atizar odios, remontándose falazmente nada menos que al año 1934.

Si de verdad se quiere, por parte de todos, poner coto a la politización extemporánea de la Justicia y a los problemas indudables que pueden generar –y de hecho han generado en ocasiones– algunos jueces “estrella” y los particulares y entidades que aprovechan la legislación actual para promover querellas y enjuiciamientos que sólo son venganzas políticas o intentos de linchamiento, lo que hay que hacer, de una vez por todas, es poner en marcha las reformas necesarias que permitan que el espíritu y la letra de la Constitución de 1978 y el mismo talante de la transición democrática alcancen también a uno de los tres poderes básicos del Estado. Poder que en ocasiones intenta asumir funciones impropias y controlar y erosionar a los otros, traspasando los límites de lo legítimo y razonable; pero que no asume bien ser controlado y supervisado por los otros poderes y, sobre todo, que no es objeto de ningún contraste democrático por parte del depositario incuestionable de la soberanía, que es el pueblo español, con su capacidad de voto y de decisión política.

En pleno siglo XXI parece incuestionable que cualquiera que quiera hacer política, o que pretenda utilizar sus competencias para hacer política o influir en la política, tiene que estar dispuesto a ser sometido también al escrutinio de la decisión política. Y en este aspecto sí que podría decirse, con total legitimidad, que aquel que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

En cualquier caso, lo que no podemos permitir es que una mala solución o una insuficiente democratización en el funcionamiento de la Justicia nos pueda llevar a los españoles, o a una parte de ellos, por la senda de la confrontación y la proyección, de nuevo, de la imagen de las dos Españas.