En la campaña se ha hablado básicamente de banderas, de emociones nacionalistas exaltadas y de cuentas corrientes en paraísos fiscales, así como de otras irregularidades en el comportamiento político, con airadas acusaciones cruzadas que no se sustentaban en informaciones fehacientes e incuestionablemente verificables por el electorado catalán. Electorado al que se ha intentado manipular y al que se ha tratado como si se tratara de un conjunto de personas inmaduras, a las que se ha escamoteado informaciones y a las que se ha procurado influir y estimular para que votaran de una manera emotiva y simple, y no de forma racional y reflexiva.
El balance de los resultados muestra que una parte apreciable de los catalanes no ha entrado a los trapos que se han agitado, o al menos no lo ha hecho en la manera en la que algunos esperaban. Así, por un lado, aunque la participación ha sido bastante significativa -pero no mayor que en unas elecciones generales-, no se ha llegado, ni mucho menos, a las cotas que son habituales en los plebiscitos (por encima del 80%). Por otro lado, Artur Mas no ha encontrado el respaldo adicional que deseaba, sino todo lo contrario. La pérdida de 12 escaños -¡el 20%!- y ocho puntos porcentuales de voto ha sido un correctivo muy serio que indica que una parte apreciable del electorado de CIU no está de acuerdo con el órdago independentista que planteaba Artur Mas y su círculo extremista.
El argumento de que los votos y escaños que pierde CIU los gana Esquerra Republicana –para un papel equivalente- no se sostiene científicamente, por mucho que el propósito independentista sea coincidente. Pero no lo es la orientación ideológico-programática ni institucional. De hecho, en poblaciones complejas, como Cataluña, las motivaciones electorales también suelen ser complejas y diversas, de forma que en los retrocesos de CIU y en los avances de Esquerra Republicana -que con un 13,7% se queda aún lejos del 16,4% y 16,6% obtenidos en 2003 y en 2006- han influido factores heterogéneos, como los balances de gobierno, los propósitos estratégicos, las valoraciones de liderazgos y, desde luego, las emociones y sentimientos estimulados por los debates del momento.
En cualquier caso, el balance para CIU es incuestionable: a media legislatura Artur Mas ha realizado una operación verdaderamente arriesgada en el fondo y en la forma –que ahora se ha revelado insensata por los resultados-, y que ha conducido a que CIU haya visto considerablemente erosionada su posición, con los costes añadidos de la enorme tensión generada y una pérdida neta de las posibilidades de generar confianza y estabilidad política. Algo que en momentos tan delicados como los actuales es imprescindible tanto para Cataluña, como para España.
En buena lógica democrática, después de un fiasco político tan monumental, lo que habría que esperar es que Artur Mas dimitiera y dejara paso a otros líderes nacionalistas más razonables, previsores y dialogantes. Y si esto no se produce, al menos tendría que sustituir a su círculo de colaboradores más extremistas, como primer paso para retornar a la política de diálogo y de acuerdos que el momento actual requiere y que la voluntad del electorado catalán ha manifestado en las urnas, recuperando, al menos en parte, el tradicional sentido del seny catalán.
Por su parte, los resultados del PSC, aunque no han sido tan malos como auguraban algunas Encuestas y pseudo-encuestas, implican un retroceso muy severo en votos y escaños, que revela que algo no se está haciendo bien, ni enfocando correctamente en las filas del socialismo catalán, con la consecuencia de que una parte del electorado de Cataluña no identifica en el PSC una posición suficientemente neta y diferente del nacionalismo soberanista. Problema que no estriba solo en una cuestión de imagen y que requiere de análisis suficientemente profundos, rigurosos y, sobre todo, atentos a la necesidad de no dejar huérfana a una parte apreciable del electorado potencial del PSC-PSOE, especialmente en las elecciones autonómicas. Cuestión esta que, obviamente, no concierne –por sus efectos- solamente a los socialistas catalanes, sino al conjunto del socialismo español, que corre el riesgo de quedar cojo y anémico en una parte tan importante de España como es Cataluña. Con sus correspondientes efectos negativos en la correlación general de fuerzas políticas en España.
Las posiciones más netas de otros partidos políticos de Cataluña, como Ciudadanos y el PP, ha permitido que Ciudadanos triplique sus resultados electorales de hace solo dos años, prefigurándose –con nueve escaños- como un partido de cierta entidad, con el que habrá que contar.
El PP en Cataluña, por su parte, no se ha visto especialmente erosionado por los efectos negativos de la gestión de gobierno de Rajoy, ni por algunos elementos espurios que surgieron en la campaña, ganando, incluso, un escaño, acercándose a los niveles electorales del PSC.
Finalmente, no deja de ser significativo el ascenso –aunque moderado- de otras formaciones de izquierdas, como ICV (que gana tres escaños) y de CUP, que entra en el Parlamento con otros tres escaños.
En su conjunto, los resultados del 25 de noviembre muestran la realidad de un electorado complejo, variado y, en algunos casos, bastante más maduro y realista que sus líderes, que no ha secundado el órdago extremista de Artur Mas y que ha repartido sus votos de tal manera que al final no hay más remedio que pactar y llegar a acuerdos, tanto de puertas adentro (en Cataluña), como de puertas afuera (en España y con España). Obviamente, cuanto más amplios e incluyentes sean los acuerdos, más eficaces serán. Y, sobre todo, lograrán que se sientan concernidos, y escuchados, más sectores del electorado catalán.