La ventaja apreciable obtenida por Sarkozy (casi 7 puntos) en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas revela que, o bien la mayoría de los franceses se han hecho bastante de derechas, o bien que desde las filas del socialismo no se están haciendo bien las cosas.

Desde luego, ha sido un acierto presentar como candidata a una mujer y, además, elegida a través de un proceso de primarias que demostró dinamismo democrático y voluntad de transparencia en el socialismo francés. Pero, en política los métodos no son suficientes por sí solos. Además hay que tener proyectos concretos adecuados y una buena estrategia. Y ambas cosas están fallando, no sólo en el socialismo francés.

Cuando un partido político de la izquierda confía sus posibilidades en buenas palabras, declaraciones más o menos evanescentes sobre la necesidad de cambios y reformas –que no se especifican– y la capacidad mediática de su candidato, al final es frecuente encontrarse con dificultades para movilizar a los electores progresistas. La confianza, sin más, en que todos aquellos que no son de derechas acabarán votando por un candidato que sea telegénico y agradable ya no se corresponde con la realidad sociológica y política de los países europeos. Las elecciones francesas lo han demostrado palmariamente. Una parte del electorado de la izquierda está desmovilizado y desarticulado, sencillamente porque no existe un proyecto de izquierdas y no existe una labor sistemática de generación y difusión de una cultura de izquierda. Lo cual no pasa en la derecha. Y, a su vez, muchos votantes de centro están empezando a cansarse de jugar un papel pasivo de “electorado cautivo”, en una u otra dirección.

Mientras la socialdemocracia europea no manifieste una voluntad clara de salir de la etapa de sopor ideológico-programático en la que se encuentra sumida, no será fácil que se abra paso, más allá de algunos eventuales éxitos coyunturales, desde los que no es posible operar verdaderas transformaciones. Por ello, el ascenso del centro que se empieza a constatar en varios países europeos, por un lado, y la efervescencia de los nuevos movimientos de protesta y de rechazo, por otro, exigen análisis estratégicos de más hondo calado. Sobre todo si se quiere que la socialdemocracia cuente verdaderamente en un futuro no lejano.