No obstante, admitida la discrepancia y la pluralidad metodológica en los diferentes enfoques que se dan en la economía teórica, tengo siempre la impresión cuando leo y escucho a los neoliberales españoles que sus argumentaciones no se corresponden con los principios enumerado anteriormente, pues sus razonamientos suelen ser simples y ahistóricos. Se encuentran más cerca de lo que Krugman llama “vendiendo prosperidad” que de un argumento serio y riguroso.
Una de las críticas más importantes al liberalismo económico la hizo en el ya lejano año de 1944 Polanyi en su libro “La Gran Transformación”, y sigue hoy en día vigente. Es más, en los últimos años se ha revitalizado el pensamiento de Polanyi, hasta el punto que en una de las varias traducciones que existen de su obra en castellano, la del Fondo de Cultura Económica, hay una introducción de Stiglitz, premio Nobel de economía.
Además de lo dicho por estos autores, en los años ochenta del siglo pasado, ante la revitalización del monetarismo y el neoliberalismo se han hecho críticas muy consistentes, como las de Desai en “Contra el monetarismo” y Lekachman en “Jaque a los economistas”, entre otras. Y es que el liberalismo no sirve ni para los tiempos de crisis ni para los de bonanza. El auge que tuvo a partir de la década de los ochenta del siglo pasado se debió a que se planteó como propuesta de salida a la crisis de los setenta, pero en realidad tenía la intención de reforzar el poder del capital frente al trabajo.
El neoliberalismo reviste con argumentaciones poco sólidas intereses de clase. Los llamados liberales no lo son en el sentido político del término, y sólo conciben la libertad en sentido económico, confundiendo la libertad con la libertad de mercado. El mercado sólo representa la libertad del dinero y de los poderosos frente a los débiles. Así, los que defienden la eliminación de las empresas y servicios públicos y cuestionan la regulación así como la excesiva presencia del estado en la vida económica, no se recatan ni lo más mínimo en solicitar la intervención del estado cuando se trata de rescatar empresas en quiebra o con pérdidas. Lo hacen, además, con la desfachatez de decir que ese rescate beneficia al bien común pues la quiebra de empresas supone paro, dificultades para las empresas proveedoras y para las instituciones financieras, que aumentan su morosidad.
En estos tiempos de crisis estamos asistiendo a esto último, a veces como petición, otras, como en el caso de Estados Unidos con realidades de intervención del estado que acude al rescate de instituciones financieras atrapadas por las hipotecas basura. Las malas prácticas empresariales las tienen que pagar una vez más los ciudadanos con sus impuestos. El cinismo no puede ser mayor.
El liberalismo tiene dos caras fundamentalmente, en una quiere que el estado intervenga a favor de alimentar los beneficios y la riqueza de los que ya poseen bienes y propiedades, y que saque las castañas a los ricos cuando las cosas vienen mal dadas, y en la otra quiere que no intervenga en la prestación de bienes públicos, como la salud y la educación entre otros. Tampoco quiere que intervenga en la mejora de la distribución de la renta y de la riqueza. No le importa que el estado gaste en armamento, pero pone en duda que lo deba hacer en todo aquello que represente una mejora en la igualdad en derechos y oportunidades.
En fin, hay que quitar la máscara a los que intentan hacer pasar por científico lo que en realidad no es más que la defensa, a veces bien hecha, de los intereses económicos de los más poderosos, y reproducir como ideología una defensa del orden existente basado en la desigualdad, en la privación y la exclusión.