Uno de los principales problemas a los que se enfrenta la salida sólida de la crisis es la falta de respuestas y de cambios para modificar el orden económico vigente a escala mundial y dentro de cada nación. Un cambio de esta naturaleza no se puede hacer a corto plazo, ni siquiera a uno medio, pero se requiere ir sentando las bases en esa línea que modifique las causas que han provocado la situación presente. Los cambios que hay que abordar no se están haciendo desde los gobiernos, ni desde la Unión Europea, ni desde las instancias internacionales, ni desde el G-20. Un indicador muy significativo de lo que decimos es el fracaso de la Cumbre de Copenhague.
Acerca de esta Cumbre particularmente era bastante escéptico, y, por tanto, no me ha decepcionado como a todos aquellos que habían depositado muchas esperanzas en esta reunión. La experiencia me dice que las cumbres son bastante frustrantes y poco alentadoras para abordar los graves problemas que atenazan a la economía mundial. Por lo general, los acuerdos son bastante limitados frente a la gravedad de situaciones existentes como la pobreza, el hambre, la desigualdad o el cambio climático. Lo más preocupante es que posteriormente ni siquiera se ponen en marcha los tímidos acuerdos que se toman en las cumbres.
Es cierto es que las cumbres sirven para poner encima de la mesa los graves problemas que se dan en el mundo y que facilitan crear conciencia acerca de ellos, sobre todo por el impacto mediático que tienen. Para ir arreglando los problemas lo primero que hay que hacer es tomar conciencia de la existencia de esos problemas, de manera que se favorezca la puesta en práctica de respuestas que sean asumidas por significativos sectores de la población. También los movimientos sociales que se manifiestan contra las cumbres sirven para esa toma de conciencia, pero van más lejos, pues resulta evidente que se cumplen sus pronósticos de que las cumbres no son el mecanismo adecuado para ir tomando medidas valientes que supongan atacar con un grado de éxito las elevadas privaciones existentes, las graves injusticias, y el deterioro ecológico. Los movimientos sociales sirven para la denuncia de las grandes carencias del modelo de desarrollo actual, y también para evidenciar la complicidad de los grandes poderes decisorios con esa situación.
No estamos, por tanto, ante una nueva era que alumbre un modelo de desarrollo que preserve el medio ambiente, y que también sea capaz de proporcionar una vida digna a todos los habitantes del planeta Tierra. Ni siquiera estamos observando propuestas parciales que se encaminen hacia una dirección diferente. Los gobiernos han actuado para tapar los agujeros que se han abierto antes y durante la crisis y que han hecho que entre agua y frío por todas partes. Se han conseguido tapar unos agujeros pero no todos, y el agua y el frío se cuelan en lo que antes eran hogares confortables. Se ha tenido que abandonar el paradigma que ha dominado en las últimas décadas, basado en el fundamentalismo de mercado, y se ha actuado con políticas keynesianas para evitar el hundimiento de la economía. Pero ya hay voces que se alzan para ir eliminando las políticas de estímulo económico y en contra del déficit, que ha ido incrementándose como consecuencia de dos mecanismos principales. Uno el descenso de los ingresos públicos, y otro la necesidad de actuar para estimular la economía. Han sido medidas paliativas las que se han puesto en marcha, pero no mecanismos distintos para sentar un suelo sólido sobre el que edificar un modelo económico diferente.
El déficit es necesario para afrontar una situación así, y en estos momentos de pérdidas de empleo de cierre de empresas, de reducción de la producción de las que están sobreviviendo, no hay otro remedio, aunque sea para evitar lo peor y no se observen resultados inmediatos. El sector público no puede hacer todo para salir de un estado en el que se padece una grave enfermedad. Hay que sanear el sistema financiero, como una medida necesaria, pero no suficiente. Pero el regreso a Keynes es una necesidad, dentro del sistema en el que estamos, pues no hay de momento alternativas diferentes. Pero sí se puede avanzar hacia un capitalismo más regulado y más equitativo, como ya sucedió en los años de la posguerra, y que configuró lo que se ha denominado “los treinta gloriosos”.
Acabar con la creencia de que los mercados son eficientes es básico. De todos modos no basta proponer el regreso de Keynes sin más, sino que es necesario potenciar, y no reducir, el Estado del bienestar, poniendo énfasis en políticas sociales y educativas, que favorezcan la igualdad de oportunidades y de género. Tener en cuenta las contribuciones de Amartya Sen es fundamental, así como tener en consideración otras formas de medir el bienestar social. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) lo viene haciendo con el indicador de Desarrollo Humano desde 1990. Se ha publicado recientemente en Francia “Verts de nouveaux systèmes de mesure”, realizado por Stiglitz, premio Nobel de economía, Sen, premio Nobel de economía, y Fitoussi, destacado economista francés, por encargo del presidente de la República, Sarkozy, que hace el prólogo.
El libro, que tiene cuestiones novedosas, recoge, a su vez, solicitudes y estimaciones que se venían haciendo desde diferentes instancias y economistas para cambiar la forma de medir el nivel de desarrollo de los países. Resulta interesante, pero no puede quedarse en eso sin más, en una declaración de buenas intenciones, como un lavado de cara, y sin que nadie se responsabilice de llevarlo a la práctica. Este informe si tiene interés no es sólo porque nos ofrece una forma de medir distinta, sino que ello supone, además, una manera de concebir el bienestar diferente.
La salida de la crisis es no solamente tratar de lograr la senda del crecimiento anterior, que suponga cierta recuperación del empleo, sino ir más allá. Existen estudios solventes, efectuados por personas de alto nivel académico, que lo proponen. El modelo anterior no vale, pero no sólo por la crisis a la que nos ha conducido, sino porque en el periodo de expansión existían grandes desigualdades y privaciones, sin que tendieran de una forma contundente a su disminución, y también por sus efectos nocivos sobre el medio ambiente. Una salida de la crisis significa otra economía diferente pero más igualitaria y que conceda oportunidades a las gentes para su desarrollo como ciudadanos y personas.