Es seguro que Romero Robledo o el Conde de Romanones, reconocidos maestros en las trampas más tradicionales de cualquier convocatoria electoral del pasado, estarían orgullosos de las prácticas urdidas por sus dignos sucesores en estos comicios municipales y autonómicos. ¿Recuerdan aquel que regalaba un zapato del pie derecho antes de la votación y prometía el del pié izquierdo si resultaba elegido?
Todo es mejorable, pero no necesariamente más sofisticado: ahora se llega hasta… ¡comprar el voto!, directamente, sin complejos, en ocasiones incluso de forma descarada y con publicidad: prometiendo primar las inversiones públicas en aquellos barrios que voten al PP, ofreciendo con esa misma condición la donación de un Palacio para instalar un Museo, vales de comida, la rifa de un dormitorio de caoba, o la construcción de un circuito de Fórmula-1, sin olvidar las inauguraciones de tramoyista…, todo ello bastante esperpéntico y cutre.
Lo ocurrido con los falsos empadronamientos, o con el voto por correo y su captación con vulneración de todas las normas legales aplicables, constituyen un auténtico escándalo, sin que el Instituto Nacional de Estadística ni las Juntas Electorales parezcan capaces de intervenir eficazmente para evitar el fraude que puede cernirse sobre este proceso.
Pero mucho más graves son las coacciones morales que algunos practican, con referencias indecentes a la guerra civil, a la recuperación de la libertad, a salvar la integridad de España, a las víctimas del terrorismo, con mensajes catastrofistas muy alejados de la realidad y de los problemas de la vida cotidiana. Queda la fundada esperanza de que las víctimas de tales chantajes, los ciudadanos que a lo largo de treinta años han demostrado su aprecio por las instituciones democráticas y, sobre todo, su gran sentido común, sabrán hacer frente a este atentado contra la voluntad popular, despreciando a quienes ofenden su dignidad y su inteligencia y votando masiva y libremente a la opción política con la que mejor se identifiquen.