Sin embargo, no todo ha sido perfecto en el devenir político español de los últimos años, no sólo debido a la insuficiente maduración y decantación democratizadora que se constata en algunos ámbitos, como la Justicia y los medios de comunicación social, sino también debido a determinadas prácticas de comportamiento un tanto “extrañas”, por decirlo de manera educada. Por ejemplo, hasta el presente todos los presidentes de gobierno de esta etapa política han acabado sus mandatos un tanto trasquilados, después de ser sometidos a un período de durísimas críticas públicas y privadas. Asimismo, todos los presidentes también han acabado padeciendo el síndrome de La Moncloa. Cuestión a la que me he referido en sucesivos artículos publicados, en su día, en diversos periódicos y revistas. Y confieso que no me gustaría escribir, ahora o dentro de poco tiempo, un nuevo artículo sobre este peculiar fenómeno que ha acabado afectando a todos los presidentes de gobierno español a medida que han arreciado los reproches y que, frente a tantas críticas, sólo parecen encontrar alguna compensación intelectual y política, refugiándose en una mayor proyección exterior.

Pero ahora, aquí me gustaría centrarme en la pasión que ponen algunos de nuestros compatriotas en linchar al presidente de gobierno de turno. Adolfo Suárez fue sometido a críticas y descalificaciones durísimas, incluso por parte de sus compañeros de partido, que acabaron tejiendo una auténtica maraña de bombas-trampa y descalificaciones. Curiosamente, fueron necesarios bastantes años y su abandono completo de la política para que empezaran a ser reconocidos los méritos de Suárez y la importancia de su labor, aunque aún estén pendientes de ser explicadas las razones de su dramático discurso de despedida en televisión.

Lo ocurrido con el segundo Presidente de la democracia, Leopoldo Calvo-Sotelo, fue aún peor, ya que la impresión que tiene mucha gente es que ni siquiera se enteró de lo que pasaba, siendo uno de los pocos casos que se conocen en el mundo de un Jefe de gobierno que convoca anticipadamente unas elecciones para perderlas de manera tan estrepitosa, sin ni siquiera poder ganar su propio escaño.

El linchamiento al que fueron sometidos Felipe González y Alfonso Guerra es cosa aparte y podría ser objeto de un libro histórico de algún hispanista de relieve capaz de analizar en el futuro lo que verdaderamente ocurrió con suficiente distanciamiento y objetividad. Lo cierto es que, hoy en día, ya son muchos los españoles de uno y otro color político que reconocen que aquello fue algo bastante injusto, personal y políticamente, de la misma manera que aun están pendientes de ser bien explicadas las causas profundas de la ruptura del tandem político Felipe González-Alfonso Guerra, que en su día parecía tan formidable como imbatible.

El caso de Aznar fue más peculiar, sobre todo por el tono chusco y arrogante que adoptó en su posición internacional belicista durante su última etapa y, especialmente, por el harakiri que se inflingió con su cerrazón y falta altura de miras en los últimos días. Lo que se prolongó durante varios años más, mediante la adopción de unos comportamientos extremos y el recurso a unas descalificaciones tan exageradas que, hasta ahora, le han impedido ser reconocido por todos con el respeto que debe merecer un ex Presidente del Gobierno de España.

Lo que le puede pasar a Rodríguez Zapatero no es difícil de anticipar, dada la tremenda saña con la que se están aplicando determinados partidos y medios en un nueva operación de acoso y linchamiento, que ha empezado a hacer mella –yo creo que bastante mella– en la opinión pública española, incluso en sectores del propio electorado socialista.

Por todo ello creo que tienen alguna razón aquellos que sostienen que la “proclividad al seguimiento acrítico de caudillos” y la facilidad para “machacar” y “denigrar” exageradamente a los que hasta hace bien poco tanto se ensalzaba, continúa siendo un rasgo presente en la cultura española, como ya señalaron hace años perspicaces observadores exteriores.

El problema es que hoy en día esta atávica inclinación viene alentada desde sectores muy influyentes de los medios de comunicación social y por grupos de poder un tanto alocados en sus estrategias erosivas, que no han aprendido aun a construir sobre positivo y que no entienden que el mejor haber de una democracia es el prestigio y el reconocimiento de sus líderes, especialmente cuando se acercan a la línea final de sus mandatos. Quizás en España ocurre que esta línea final no está bien delimitada políticamente y que, ante las dudas de que algunos líderes pretendan continuar más allá de los límites razonables en los mandatos, determinados estrategas consideran que lo más seguro es machacar al adversario –convertido en enemigo acérrimo– hasta que no aguante más, para sufrimiento incluso de sus más próximos.

Y en esas parecemos estar aún en España, mientras algunos ingenuos soñamos con el día en que los ex Presidentes de Gobierno abandonen el poder en medio del reconocimiento y el aplauso del común de los ciudadanos, como a veces podemos ver en las películas y en los relatos de los medios de comunicación de otros países. Cuando algo similar suceda en España, es evidente que se habrá avanzado en indicadores de madurez democrática. Lo cual será poco factible mientras sectores poderosos continúen pensando que lo propio es que los toros salgan muertos de la plaza. Bien muertos y, además, previamente mareados, abanderillados, picados y apuntillados. Ciertamente yo no estoy entre los partidarios de la fiesta nacional.