“Durante toda la semana espera el domingo. En su ministerio, espera el ascenso, mientras espera la jubilación. Una vez jubilado, esperará la muerte. Él considera la vida una sala de espera para viajeros de tercera clase”

Jean de La Ville de Mirmont

En su loable luchar por rescatar joyas de la literatura olvidadas por las grandes editoriales, el editor Enrique Redel pesca del Sena Los domingos de Jean Dézert, una obra, difícil de clasificar, pero de inteligencia y humor inigualables. Dos son los dos pilares en los que se asienta un relato que resulta soberbio y, a la vez, sorprendentemente sencillo: el discurrir pausado, pero con ritmo homogéneo, de la historia, y la prosa de Jean de La Ville de Mirmont, en la que se combina la ironía con la detallada descripción. Estamos ante una prueba más de que la buena literatura no necesita de innecesarios fuegos (y juegos) de artificio.

¿Quién es Jean Dézert, el hombre cuyos domingos se nos relatan? El protagonista se nos presenta como uno de esos hombres grises de vida anodina, pragmático, discreto, sin imaginación y, sobre todo, consciente de lo cuadriculado de su existencia. Funcionario del Ministerio de Justicia, su existencia solitaria se rige por unas rutinas inamovibles que se suceden día tras día. No resulta arriesgado decir que estamos ante un personaje que enlaza directamente con los entonces incipientes antihéroes de una generación de jóvenes escritores europeos (Hamsun, Robert Walser, Larbaud) que, a caballo entre el diecinueve y el veinte, llevaron a cabo la revolución fundamental de la literatura moderna, es decir, la introducción de lo fragmentario y la desarticulación del gran estilo clásico y de su caducada idea de totalidad.

El domingo es el único día de la semana que tiene libre Jean Dézert, pero también lo aprovecha sesudamente. Y lo hace del mismo modo en que trabaja: de forma mecánica, concienzuda y tediosa. Jean Dézert se levanta, pasea, compra un libro y cena en la misma taberna de siempre, junto a los comensales de siempre, y siempre junto a la única persona que le da un poco de coba, el señor Duborjal. Todo en Dézert es tan gris y tan dominguero que hasta el lector no tiene más remedio que bostezar.

Al menos, hasta que un día al bueno de Jean Dézert se le ocurre hacer algo de extraordinario que de un poco de vida a sus domingos siguiendo los consejos de todos aquellos anuncios publicitarios que se encuentra por el camino. Esto le lleva al zoológico, de ahí, sólo hay un paso para conocer a Elvira, una encantadora y alocada muchachita con la que empieza a salir.

La introducción de una mujer revoluciona los aburridos domingos de Jean Dézert. Y sus observaciones del mundo –siempre tan agudas como aburridas- se convierten en desternillantes cantos a la genialidad espiritual. Cuando el idilio termina, de la manera más chocante (aunque acorde con el carácter excéntrico de la prometida), Jean Dézert decide desempeñar el papel que le corresponde como novio despechado: primero el desenfreno, después el suicidio. No hay duda de que para él, todo debe hacerse siempre comme il faut.

Los domingos de Jean Dézert es una obra menor –casi un pasatiempo- del malogrado escritor Jean de La Ville de Mirmot, fallecido tempranamente en las trincheras de la I Guerra Mundial cuando apenas contaba con una breve y brillante obra literaria. Sin embargo, pese a sus pocas pretensiones, esta obra escasa en páginas regala un personaje inolvidable y entrañable. Es, sin saberlo, un sucesor de héroes como el ayudante, aquel personaje de ficción de Robert Walser, de quien se nos dice que era sólo “un apéndice huidizo, un nudo entrelazado sólo provisionalmente, un botón colgante que nadie se tomaba la molestia de coser”.

Nada hay que reprocharle al tedioso Jean Dézert y sí mucho que agradecerle, como pronto se comprueba si a uno se le ocurre leerlo en domingo. La novelita de La Ville de Mirmont se ahorra filosofías para hablar de lo humano, del carácter inevitable de las cosas, de lo amable y aburrida que es la vida cuando ocurre que es vida.