Richard Wilkinson y Kate Pickett en un interesante libro de hace varios años titulado Desigualdad. Un análisis de la (in) felicidad colectiva, demostraron con gran profusión de datos e informaciones, cómo y en qué medida la desigualdad social afecta profundamente el bienestar de los ciudadanos.
No deja de ser una paradoja que sociedades tan avanzadas como las nuestras, que han sido capaces, en tiempo record, de desarrollar las tecnologías de la comunicación y la información, realizar extraordinarios avances en robótica y automática, secuenciar el genoma humano y estaractualmente mapeando el cerebro humano, sean sociedades en donde muchas personas padezcan soledad, ansiedad, e incluso depresión.
El guiar nuestras vidas por estándares materiales y de crecimiento económico produce insatisfacción emocional, cuando nuestras expectativas no se cumplen, sentimos que hemos fallado y adquirimos una preocupación obsesiva por cómo nos ven los demás y cuál es su valoración sobre nosotros. Nos instalamos en un egocentrismo, en donde la definición del término de la Rae como: “exagerada exaltación de la propia personalidad, hasta considerarla como centro de la atención y actividad generales”, se queda corta, pues nos presentamos ante los otros con un yo hipertrofiado, permanentemente alerta a nuestro entorno, muy sensible a la percepción de fracaso y amenaza.
De ahí que vivamos en estrés permanente. Es una evidencia que el estrés afecta nuestra homeostasis y produce alteraciones en elsistema inmunológico, generando enfermedades de todo tipo. Además, el estrés conduce a que adoptemos conductas irracionales, como comer desmesuradamente, buscando consuelo en la comida o comprar o gastar compulsivamente y, en los casos más graves hacernos consumidores intensivos de sustancias como el alcohol o las drogas e incluso medicamentos psicoactivos. Y como novedad histórica, en términos generales, los sectores sociales más empobrecidos del mundo más desarrollado tienen más peso corporal que los más privilegiados (“sociedades obesogénicas”), al tiempo que las patologías que en otras etapas eran propias “de los ricos” ahora lo son de los pobres (cardiopatías, embolias, obesidad…).
No ayuda que las formas de vida comunitaria del pasado hayan dado paso a relaciones societarias, donde el individuo se diluye y anonimiza en la masa, ni desde luego las altas cotas de desigualdad propias de nuestro momento histórico. De hecho, cuando la desigualdad es muy elevada ocasiona numerosos problemas vinculados a las diferencias sociales, que ocasionan dolor y sufrimiento, pero también debilita la vida comunitaria, aumenta el aislamiento, reduce la confianza y acrecienta la violencia.
El politólogo Robert Putnam en su libro Solo en la bolera no deja lugar a dudas, la desigualdad está relacionada con el “capital social”, refiriéndose con este concepto a la suma total de la participación de los sujetos en la vida comunitaria. De forma que a más desigualdad, el “capital social” social de los sujetos se fragiliza e incluso puede desaparecer.
Las investigaciones que realiza el Grupo de Estudio sobre Tendencias Sociales desde el año 1995 y un reciente estudio realizado en nuestro país bajo el título La soledad en España, confirman lo anterior. Así las cosas, según éste último trabajo, cuatro millones de españoles se sienten solos, resultando especialmente llamativo que personas que residen con sus familias manifiesten tasas de sentimiento de soledad más acusadas que algunos que constituyen hogares unipersonales como opción personal. Del estudio se infiere que el 80% de los que viven solos lo hacen porque no tienen otra opción, el 60% lo hacen por decisión personal y el 50% de los que sí están acompañados sienten soledad frecuentemente. Las mujeres, los casados o con pareja que viven solos por obligación, los parados o con poca actividad laboral y las personas con discapacidad son más proclives a la misma.
El caso más extremo de soledad es el de las personas“sin hogar”, problemática humana y social, propia de los países más ricos, en cuyas vidas se visualiza con claridad cómo y en qué medida uno de los factores determinantes en sus procesos vitales hacia la exclusión social más extrema ha sido precisamente la pérdida de sus redes sociales y familiares de apoyo. Son seres humanos “descapitalizados” en términos relacionales y entre los que los que la desafiliación y el sentimiento de fracaso personal son moneda común. Además, su presencia en nuestras calles es una demostración de los elevados niveles de violencia latente presentes en nuestro día a día, aunque estas personas sean también objeto de violencia física explícita por parte de sujetos sin conciencia que les agreden por “diversión”.
Pero la violencia está por doquier y, posiblemente ya no reparemos en ella porque forma parte de nuestro día a día, de igual modo que cuando estamos sanos respiramos por nuestros pulmones con normalidad y no valoramos su función hasta que enfermamos y ya no podemos hacerlo. Las sociedades actuales son profundamente violentas, basta para comprobarlo que hagamos un seguimiento un día cualquiera de las noticias en los medios de comunicación nacionales e internacionales. Las guerras, la muerte, la corrupción, la locura, el desamparo, etc… están quizá más presentes que nunca y somos espectadores pasivos de escenas que a cualquier persona de bien zahieren.
¿Es una coincidencia que en una de las fases de la humanidad con mayor desigualdad haya tanta violencia? Rotundamente no, porque la desigualdad es per se violencia estructural, que conlleva violencia y más violencia, que sigue una cadencia frenética de efecto dominó y lleva de sí impactos desestructuradores y perversos sobre los ciudadanos.
De ahí que debamos concitar y exigir a quienes llevan las riendas de este nuestro pequeño gran mundo y dirigen los destinos de nuestro país, que cambien el rumbo de la deriva desigualitaria que estamos siguiendo, pues la igualdad es sinónimo de justicia, mejora el bienestar de la población, pero también es un factor determinante para el progreso en el siglo XXI.