Son las familias numerosas (41,8%), seguidas por las integradas por una persona de 65 años o más (41%) y las monoparentales (36,7%), donde hay más necesidades básicas no satisfechas.

A éste perfil tradicional de población pobre hay que añadir el de los llamados nuevos pobres: hombres, mujeres, niños y familias que han pasado de estar integrados o en situación de vulnerabilidad a entrar de lleno en la pobreza y la exclusión social. Según un informe de Cáritas, presentado el 6 de julio, bajo el título El primer impacto de la crisis en la cohesión social de España, diez millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza y ocho millones se desenvuelven en la exclusión (medido a partir de la exclusión del empleo, del consumo, de la política, de la educación, de la vivienda, de la salud, y del nivel de conflictividad y aislamiento social en sus vidas).

El desempleo, en particular, el paro de larga duración, junto al endeudamiento en la adquisición de viviendas y la reducción del gasto social, están siendo los principales detonantes en el tránsito hacia la pobreza y la exclusión. Según la Encuesta de Población Activa. Tercer Trimestre 2011 del INE, el número de hogares con todos sus miembros activos en paro asciende a 1.386.000, además 500.000 personas han agotado todas las ayudas y se han visto obligadas a acudir a organizaciones del tercer sector, debido a la baja capacidad de respuesta de los servicios sociales públicos. Necesidades básicas vitales como las de alimentación se están resintiendo, tal como se refleja en una encuesta realizada por Intermon Oxfam en España, y hecha pública el 15 de junio, en donde se concluía que el 5% de los españoles (unos 2,35 millones de personas) pasa hambre cada día, el 33%, ha cambiado su dieta por razones económicas y el 26% afirma no comer lo mismo que al comienzo de la crisis económica.

El perfil sociológico de estos nuevos pobres se corresponde con el de varones parados con baja cualificación, fundamentalmente trabajadores de la construcción y la hostelería que perdieron sus empleos; el de los jóvenes parados en busca de su primer puesto laboral (recordemos que hay un 45% de paro juvenil); el de los autónomos sin protección social; el de los desempleados mayores de 45 años; el de las familias inmigrantes “precarias” y el de las familias jóvenes (con y sin hijos), algunas de las cuales han retornado al domicilio de sus padres, ya jubilados, y de cuya pensión viven todos y, en muchos casos, también se pagan las deudas por la adquisición de vivienda.

En definitiva, mujeres, hombres, y familias que nunca pensaron que se verían obligados a acudir a los servicios sociales, causándoles sentimientos de vergüenza, de fracaso y de miedo, ante la posibilidad, por ejemplo, de que sus hijos les sean arrebatados por las autoridades públicas. Y personas y familias, a las que les ha bastado un empujón para devolverles a estos circuitos.

Como característica fundamental de este nuevo escenario, cabe afirmar que nos encontramos ante tendencias de “familización”, “feminización”, “internalización” e “infantilización” de la pobreza y la exclusión social, con un deterioro acusado de las condiciones de vida de los niños (hemos pasado de un 23,3% de pobreza infantil en 2007 a un 24,6% en 2010). Ello se debe fundamentalmente a que la protección social a la infancia y a la familia es muy baja (0,7% del PIB, frente al 2,3% de la media europea). Asimismo, se consolida una tendencia de transmisión intergeneracional de esta dramática realidad y una perdida de derechos para un número cada vez más considerable de ciudadanos, deslizándose hacia el colectivo de las personas “sin hogar”.

Ante esta grave situación es urgente focalizar esta problemática desde un enfoque de desarrollo social, fomentar un pacto de Estado sobre la pobreza y la exclusión social y reconducir la deriva a la baja del gasto social. Para ello sería necesario cambiar la perspectiva y entender que el mal llamado gasto social, no es un dispendio, sino una inversión de mejora en el bienestar de la ciudadanía y de la sociedad en su conjunto. Que en nuestro país el porcentaje de gasto en protección social resulte 6 puntos porcentuales del PIB inferior a la media europea (20,9% frente a 26,9%), y que la eficacia del gasto en la reducción de la pobreza sea del 17%, excluyendo las pensiones a las personas mayores, debe ser corregido cuanto antes, por sentido de justicia y de humanidad.