En todo caso, el ataque a los sindicatos no es nada nuevo. A comienzos de 1992 el TIMES, de Rupert Murdoch, se manifestaba contra las grandes coaliciones de trabajadores y proclamó la definición conservadora de las exitosas organizaciones sindicales del mañana: “Serán esencialmente asociaciones de personal, con base en el lugar de trabajo en particular. No serán ideológicas, excepto en lo que se refiere a entender que la prosperidad de sus miembros está ligada a la de sus empleadores. Sostendrán y defenderán contratos individuales y los derechos legales de los trabajadores y jugarán un papel en la modernización de la gestión”.

Como se puede comprobar, la derecha neoliberal apuesta por “asociaciones de personal” de base empresarial, divididas, impotentes y autorizadas solamente a manejar quejas particulares y a promover la propiedad del empleador.

En la actualidad, los recortes de las Administraciones Públicas a las ayudas a la formación y al trabajo que desarrollan los sindicatos en empresas e instituciones resultan evidentes; también las trabas impuestas por la reforma laboral a la acción sindical (descuelgues, ultraactividad, judicialización del conflicto…) que desarrollan a través de la negociación colectiva y de los expedientes de regulación de empleo en defensa de todos los trabajadores, no solamente de los afiliados a las organizaciones sindicales. Particularmente intensa está resultando la campaña de desprestigio de los sindicatos a través de los medios de comunicación más conservadores, al relacionarlos con casos de corrupción en los que no tienen nada que ver los sindicatos.

A pesar de lo censurable que resulta esta campaña y de las mentiras y medias verdades que contemplan, los sindicatos, sin dejar de defenderse, como es lógico, deben revisar sus prácticas de cobro de algunos servicios a los no afiliados y reflexionar para dotar de mayor transparencia sus actuaciones en defensa de todos los trabajadores. Precisamente, los últimos congresos que han celebrado recientemente, tanto CCOO como UGT, han tenido la oportunidad de analizar en profundidad la situación que se está produciendo en estos momentos, sobre todo en Andalucía.

En estas circunstancias, no resulta extraño que los sindicatos se encuentren a la defensiva y que, en consecuencia, estén trabajando a fondo para mejorar su relación de fuerzas y su deteriorada y vapuleada imagen. De entrada, deben pensar en términos globales y recabar los máximos apoyos del movimiento sindical internacional (CSI y CES) para hacer frente común a un conjunto de factores adversos que afectan a su capacidad de afiliación, organización, presencia institucional, acción sindical (negociación colectiva) y participación en la empresa.

El reto en medio de la crisis resulta apasionante. El denominador común, en todos los análisis que se realizan, se centra en primer lugar en el estudio de cómo aumentar la baja afiliación que se encuentra por debajo de la media europea y mejorar su presencia en las pequeñas empresas. La solución no es fácil, pero debe tratarse a fondo porque de lo contrario los sindicatos serán débiles y estarán supeditados a los poderes públicos y a los empresarios, fundamentalmente en el plano económico y en la financiación de sus estructuras, servicios, acción sindical y formación de sus dirigentes y cuadros.

En los últimos años, estos problemas se han visto compensados por la importante representatividad que los sindicatos de nuestro país han obtenido en las elecciones sindicales celebradas desde 1978 (CCOO y UGT cuentan en la actualidad con el 73,1% de los representantes elegidos), no exentas de confrontación entre las confederaciones sindicales más representativas por conseguir la primacía sindical en nuestro país.

La afiliación y la representatividad sindical son en todo caso dos aspectos internamente relacionados y representan el soporte básico para superar la debilidad del movimiento sindical y aumentar la confianza de los trabajadores en los sindicatos. Sin embargo, en estos momentos los afiliados a un sindicato, con alguna excepción, no tienen relación con la estructura sindical, ni siquiera a la hora de pagar la cuota, participar en un congreso o negociar un convenio colectivo.

Para superar estos problemas se requiere formalizar una estructura organizativa dentro del sindicato, que garantice la conexión entre la dirección de los organismos y la base sindical (“sección sindical básica”), con la autonomía que corresponda a cada nivel dentro de su asumida responsabilidad. En esta tarea deben intervenir los delegados y los miembros de los comités de empresa utilizando las horas sindicales legales -muchas de ellas se pierden de manera lamentable- para hacer llegar la voz del sindicato a las empresas donde estén presentes y en todo caso a la pequeña empresa, sin afiliación o con escasa presencia sindical organizada y donde priman las relaciones individuales en detrimento de los trabajadores.

La afiliación sindical, la representatividad y la racionalidad de las estructuras sindicales tienen que tener una relación directa con la democracia interna, la participación de los afiliados en las estructuras sindicales y por lo tanto con políticas organizativas que eviten los riesgos de burocratización del sindicato, que no hay que menospreciar de ninguna manera. Ello requerirá, además, participar en las redes sociales, potenciar la intercomunicación vía Internet y por lo tanto mejorar la información y la toma de decisiones de abajo arriba y de arriba abajo.

Una confederación fuerte como la que estamos proponiendo debe garantizar la autonomía sindical dentro del seno de la izquierda y por supuesto la no supeditación a ningún Gobierno y mucho menos a los empresarios. Esta reafirmación de la autonomía sindical no está en contradicción con la necesaria relación entre el sindicalismo, los movimientos sociales emergentes y la política. Por eso, los sindicatos y la izquierda deben reflexionar sobre las formas de articulación y de interlocución basadas en el entendimiento y la colaboración de las fuerzas sociales y políticas, para que, conjuntamente, puedan hacer frente a la ofensiva neoliberal conservadora, en defensa de los valores tradicionales de la izquierda.

Como es obvio, todo ello debe estar precedido por la consolidación de la unidad de acción sindical entre los sindicatos mayoritarios partiendo de que la competencia entre ellos por la primacía sindical es negativa para la imagen de los sindicatos y provoca huidas hacia formas de organización corporativa y, por lo tanto, interesadas, como ha quedado demostrado en la historia reciente.

En cuanto a la acción sindical debemos reafirmar nuestro compromiso para que el ámbito estatal siga desempeñando un papel sustancial como regulador de las condiciones de trabajo manteniendo, por una parte, una fluida relación con las disposiciones y acuerdos de ámbito comunitario e internacional y por otra, favoreciendo de manera articulada el desarrollo de la negociación colectiva en ámbitos territoriales, sectoriales y de empresas.

La experiencia adquirida en las tres décadas de relaciones laborales democráticas en nuestro país avala el ámbito estatal como marco de referencia para fijar por norma y por convenio las garantías y la regulación básica de la relación laboral. La persecución de objetivos sociales avanzados como la cohesión social, la lucha contra la discriminación de todo tipo, el reforzamiento de las garantías laborales básicas: cantidad y calidad del empleo, jornada máxima, salario mínimo, la mejora de la protección social, deben enfocarse desde la perspectiva de la convergencia social europea y, por ello, carecería de sentido plantearlos de manera diferenciada en los distintos territorios del Estado.

En este sentido, los Acuerdos Interconfederales sobre Negociación Colectiva constituyen un buen instrumento para fortalecer nuestro modelo de relaciones laborales, porque hacen posible el desarrollo de las relaciones colectivas de trabajo en un marco estatal unitario caracterizado por la unidad de mercado y la cohesión y la solidaridad, sentando las bases de futuro para el necesario papel que las relaciones laborales deben jugar en la realidad social, económica y política derivada de la Unión Europea.

El complemento a la negociación colectiva y al diálogo social se viene en los últimos años produciendo en torno a la presencia institucional de los sindicatos, que es claramente inferior a la que tienen los sindicatos en los países europeos más avanzados.

La participación en la gestión de las prestaciones que se financian con el dinero de los trabajadores, como la seguridad social, el desempleo y la formación profesional, resulta en la práctica ornamental y de poca eficacia para defender a los trabajadores. La decisión de que los sindicatos sigan presentes en estas circunstancias en las instituciones de carácter laboral y social debe ser motivo de reflexión a pesar de las ayudas económicas que reciben por participar en las mismas. Por lo tanto, es hora de que se plantee con firmeza su reforma en profundidad para garantizar una influencia real de los sindicatos en dichas instituciones, donde también se defienden los intereses de los trabajadores. En definitiva, la discusión de las políticas económicas y sociales con los Gobiernos nos debe garantizar el mantenimiento del “Estado de Bienestar Social” (evitando que se confirme su pretendida, por algunos, eliminación), frenar el escandaloso trasvase de rentas del trabajo al capital y evitar el aumento de las desigualdades.

Sin embargo, este esfuerzo propositivo no puede nunca olvidar la negativa realidad de nuestras estructuras empresariales, protegidas bajo el paraguas de las políticas neoliberales, que los sindicatos tienen la obligación y la responsabilidad de denunciar, así como de exigir su reforma para encaminarnos más rápidamente al necesario cambio de nuestro modelo productivo.

Efectivamente, resulta inaceptable que se manifieste que los sindicatos deben “adaptarse a la realidad de las empresas” y no se diga algo similar respecto a la responsabilidad de las empresas. Resulta bochornoso que determinados analistas, e incluso iuslaboralistas, sólo centren su atención en el sindicato, olvidando por completo la realidad de nuestras empresas: atomizadas, antiguas, mal dotadas de tecnología, intensivas en mano de obra barata y, además, autoritarias.

En este sentido conviene recordar la crudeza del capitalismo y el carácter despiadado de muchas empresas de nuestro tiempo, así como la impopularidad de muchos ejecutivos empresariales que, incluso, tiene traslación a los medios de comunicación por la alarma social que producen.

Empresas financieras que han estafado a miles de inversores y trabajadores mediante fraudes contables, que dejaron a miles de pensionistas en la ruina y a muchos trabajadores buscando trabajo a la edad en que pensaban jubilarse. Ejecutivos que se fijan retribuciones obscenas y a la vez reclaman moderación salarial y reducir el costo del despido de los trabajadores, cuando deberían sentir vergüenza y poner fin a estas prácticas que conducen a que, en muchos casos, la empresa pierda dinero (por lo tanto lo pierdan los accionistas) mientras el ejecutivo de turno se enriquece. Otros casos se refieren a los mecanismos consistentes en fijar las retribuciones de los directivos en función de la cotización de las acciones de la empresa en bolsa. Para aumentar la cotización bursátil no dudan en reducir costos laborales y recurrir a los despidos en masa con el propósito de mejorar los beneficios y por lo tanto la retribución, por este mecanismo, de los ejecutivos. También es práctica habitual que las empresas anuncien beneficios y, simultáneamente, el despido de trabajadores, despreciando así el concepto de “responsabilidad social” del que tanto presumen en términos publicitarios.

Para poner freno a esta situación es ineludible avanzar en la “democracia económica”, término olvidado en los últimos años, como se olvidó antaño la llamada “democracia industrial”. La participación plena de los trabajadores y de sus sindicatos y la transparencia que debe haber en la actuación de las empresas requiere establecer, cuanto antes, los instrumentos necesarios para que exista tanto un control democrático por parte de los trabajadores (información, consulta y participación en los órganos de administración o control de la empresa), como los contrapoderes que establezcan el necesario equilibrio roto por la perniciosa reforma laboral. Así lo hacen los países más desarrollados en términos económicos y sociales, que valoran muy positivamente la actuación de los sindicatos en la marcha de la economía, así como en el desarrollo de las políticas económicas y sociales y su contribución a la profundización de la democracia.

Para responder a este estado de cosas es comprensible que los sindicatos hayan abierto un periodo de reflexión después de sus congresos. Es lógico; ni la crisis, ni el desempleo, ni por otra parte las políticas de moderación que están poniendo en práctica los sindicatos o las movilizaciones de los movimientos sociales emergentes (que nos anuncian nuevas formas de hacer política) están siendo capaces, por el momento, de cambiar el rumbo de la política económica de un Gobierno que no cuenta, también hay que decirlo, con una oposición suficientemente creíble.