Las dimensiones técnicas del accidente y la necesidad de invertir lo que sea preciso en seguridad va a merecer bastante atención en las próximas semanas y meses. Por lo tanto, habrá que volver a insistir nuevamente en la necesidad de no escatimar recursos ni inversiones públicas cuando lo que se requiere es proteger adecuadamente las vidas humanas. Los que reivindicamos el papel de lo público en la prestación de servicios tendremos que continuar resaltando los riesgos de privatizar u orientar con criterios privatistas cuestiones que por su naturaleza tienen una dimensión eminentemente pública. El caso del ferrocarril es bastante claro, por mucho que algunos continúen empeñados en enfoques privatizadores, y supuestamente ahorradores, que en otros países -como en el Reino Unido- produjeron efectos muy negativos en términos de calidad y, sobre todo, de seguridad, con bastantes accidentes, especialmente penosos por evitables.
Pero, además de estas dimensiones técnicas y de concepción, el accidente de Santiago de Compostela puso en evidencia las carencias e insuficiencias que existen en sociedades como la española, a la hora de hacer frente con prontitud a grandes catástrofes. En este caso, los dispositivos de respuesta inmediata no estuvieron a la altura de las circunstancias y fueron, precisamente, los vecinos de la zona y los profesionales de los servicios públicos -¡esos funcionarios tan denostados y maltratados por el gobierno del PP!- los que suplieron con su arrojo y generosidad las carencias de unos servicios públicos que tienen que ser mejorados y potenciados de cara al futuro. Un futuro en el que nos podemos enfrentar a catástrofes mayores, en las que el papel del Estado resultará primordial. De un Estado con suficientes medios y con capacidad de respuesta eficaz, en el que apenas piensan los detractores sistemáticos de lo público.
El comportamiento ciudadano ha sido verdaderamente ejemplar, pero lo que es difícil aceptar -también como imagen de España y de los españoles- es que, una vez ocurrido el accidente, fueran los propios vecinos los que pusieran sus cizallas y alicates para cortar las alambradas que permitieran el paso a los bomberos y sanitarios; o que utilizaran sus propias mazas y martillos, e incluso piedras, para romper las ventanillas del tren e intentar salvar a las víctimas en unos primeros minutos que son cruciales. Por no hablar del uso de sus propias mantas para tapar a los heridos y a los fallecidos, o las puertas arrancadas de sus casas para usarlas como improvisadas camillas.
¿Cómo es posible que en unos minutos no estuvieran en el lugar del accidente uno o dos camiones de emergencias, con camillas, mantas y equipamientos necesarios de primera urgencia? ¿Cómo es posible que algunas unidades de emergencia tardaran casi dos horas en llegar al lugar? ¿Quién o quiénes coordinaban todo desde el primer momento? ¿Cómo es posible que las familias de las víctimas permanecieran tanto tiempo sin saber qué había sido de ellas?
Personalmente tengo la impresión -y que me perdonen los afectados si soy injusto con ellos- que algunos responsables viven los primeros momentos de estos hechos con un considerable grado de desazón desorganizado y sin asumir su papel. Algunos se preocupan demasiado por los medios de comunicación social, por las visitas que llegan y con las que se hacen las fotos correspondientes, por atender el móvil, etc. Pero, en esos momentos, precisamente, es cuando lo prioritario debe ser ejercer el liderazgo -también moral y psicológico- y garantizar que todo funciona bien. Lo cual resultará más fácil si tenemos un buen Estado. ¿Por qué, pues, algunos continúan sosteniendo que cuanto menos Estado tengamos, tanto mejor? ¿Acaso no pueden pensar en algo más que en sus prejuicios y en sus intereses alicortos?