Cabe imaginar cómo habría reaccionado Cuevas si antes de fallecer hubiera conocido las tropelías que su sucesor, Gerardo Díaz Ferrán, estaba cometiendo antes de ser, a su vez, relevado del puesto. Porque, más allá de la valoración que pueda tenerse de las actitudes y demandas de la CEOE, la verdad es que a lo largo de los años en que José María Cuevas la dirigió consiguió que ante la opinión pública apareciera como una organización seria y respetada. Hoy está bastante en entredicho, sobre todo por la conducta de algunos de sus máximos dirigentes.

No es buena noticia leer o escuchar informaciones que deterioran la imagen de cualquier organización que contribuya a la vertebración de la sociedad, aunque los intereses que defienda pugnen con intereses que afectan a sectores más amplios de la población. Por eso es de lamentar que, por una u otra causa, el comportamiento de algunos dirigentes de la CEOE estén contribuyendo al deterioro de la imagen de esta organización. El caso más grave, con diferencia, y que más impacto mediático ha tenido es sin duda el de Díaz Ferrán. No vale la pena insistir en lo mucho publicado en torno a sus negocios, a su descapitalización, a sus diez mil acreedores o a sus enjuagues para ocultar su patrimonio. Pero sí merecería la pena más divulgación de la trayectoria de uno de sus testaferros, Ángel del Cabo, descrita en parte a través de una crónica de “El País” del 14 de febrero y que, quizás por aquello de coincidir con el día de San Valentín, trajo a mi memoria el Chicago de los años 30, aunque sin pistolas.

Estos lamentables hechos aconsejarían mucha prudencia en las declaraciones públicas del nuevo líder patronal. Pero Juan Rosell, con una frivolidad impropia de su cargo y responsabilidad, arremetió días atrás contra los funcionarios públicos sin venir a cuento, transmitiendo un tono de menosprecio que no puede por menos que inquietar respecto de su solvencia para ser interlocutor, por ejemplo, de una necesaria recuperación del diálogo y la concertación social. Por si esto fuera poco y sin medir, también por ejemplo, las consecuencias de la descalificación de las estadísticas públicas ante la Unión Europea, puso en solfa nada menos que al Instituto Nacional de Estadística. Francamente, incomprensible. Y lo es más en alguien que hace un mes calificaba de catastrófico para la imagen de España los escándalos de corrupción, aunque matizando que los donativos a Luis Bárcenas eran “cantidades ridículas”. Sonaba a querer minimizar el papel de los corruptores, empresarios en su mayoría.

Para ensombrecer un poco más el panorama, aparece otro de las grandes líderes patronales, vicepresidente de la CEOE, Arturo Fernández, envuelto en una denuncia por los pagos en negro a sus empleados. Que en el sector de actividad en el que tiene sus negocios esta práctica esté bastante extendida no puede servir de excusa para el comportamiento de alguien que, precisamente por el cargo que ocupa, debería tender a corregir tales prácticas. Entre otras razones por respeto a quienes representa y cumplen con sus obligaciones tributarias. Que Esperanza Aguirre le muestre públicamente su respeto “porque es muy difícil pagar dos mil sueldos todos los días” –el cómo, la cantidad y las condiciones parecen importar poco- dice mucho de esa connivencia entre ciertos poderes públicos y privados en los desaguisados que venimos presenciando desde hace tiempo. Incluido el desencadenamiento de la brutal crisis que padecemos.

En un periodo donde el descrédito de las instituciones constituye uno de nuestros grandes problemas como país son, efectivamente, malas noticias las que nos llegan de algunos líderes empresariales.