Aunque en una sociedad crecientemente globalizada y de efectos y dinámicas cada vez más interdependientes los anteriores cambios están claramente interrelacionados, hoy nos referiremos al primero de ellos, dejando para próximos artículos el profundizar las consecuencias que pueden tener los restantes para las políticas de la tierra en España.
Con respecto al citado primer aspecto, hay que señalar que la entrada en vigor el 1 de enero de 2010 del Tratado de la Unión Europea de Lisboa ha implicado (artículo tercero) la consideración de la cohesión territorial -junto a la económica y social- como objetivo de la Unión. Esta incorporación ha sido el resultado de un proceso político de más de cuatro décadas de duración, a lo largo de las cuales la evolución de la consideración que ha tenido la problemática territorial, y muy directamente ligada a ella la ambiental y la relativa a los objetivos de cohesión económica y social, ha venido condicionada porque la preocupación territorial y ambiental se encontraba prácticamente ausente, y en todo caso subordinada a los procesos de crecimiento y consolidación económica de los estados miembros (artículo 2 del Tratado de Roma de la CEE). La homogeneización de las condiciones de competencia económica (artículo 235) fue el resquicio sobre el que se justificó el poder de reglamentación directa de la Comunidad en estas materias, pero quedando siempre claro el citado carácter subordinado al mercado que se les proporcionaba.
En la cumbre de París de octubre de 1972, se establece de una manera clara la protección medioambiental como misión de la CEE, y, pocos días más tarde, el Consejo de Ministros ampliado establecía los principios esenciales de la política medioambiental comunitaria, de los que hay que destacar el de que “hay que prevenir antes que curar”, como filosofía de actuación, y el de que “quien contamina, paga”, como filosofía de corrección de actuaciones perjudiciales. Casi quince años después, la aprobación del Acta Única Europea significó incluir el objetivo de conseguir una “cohesión económica y social” en el marco del mercado único europeo, con lo que se iniciaba una nueva etapa, caracterizada porque la política social, territorial y medioambiental cobraban verdadera carta de naturaleza. La confianza en el mercado se veía matizada por la constatación de que el mercado polariza y jerarquiza el territorio, dando lugar a numerosos efectos externos indeseables para la buena marcha de la unidad europea. Desigualdades territoriales, sociales y medioambientales, eran los principales capítulos de estos efectos externos que la Comunidad debía ayudar a corregir.
En mayo de 1999 se aprueba la Estrategia Territorial Europea (ETE) (Hacia un desarrollo equilibrado y sostenible del territorio de la UE), en Potsdam, bajo la presidencia alemana, que es el documento que define, por primera vez, un marco estratégico para un desarrollo equilibrado y sostenible del territorio de la UE, objetivo que se establece tras constatar que el territorio europeo presenta crecientes problemas de desequilibrio, con una fuerte diferenciación entre las zonas centrales –caracterizadas por una concentración creciente de la actividad y la riqueza, pero con costes ambientales también crecientes- y las periféricas y más débiles por deslocalización, abandono o pérdida de actividades productivas y población, pese a los esfuerzos de reducción de las disparidades por la tradicional política regional (Fondos estructurales). La ETE fue un documento ejemplar en su elaboración y en su contenido: concertado, flexible, selectivo, progresivo y transparente, pero de carácter no vinculante ni para la Comisión ni para las políticas europeas, de sus estados o de las regiones de la UE. Lo que ha llevado a que su aplicación, voluntaria y voluntarista, haya estado muy lejos de la consecución de los objetivos propugnados.
En este marco, la Agenda Territorial Europea, que se aprueba en 2007 (ATE2007) trata de profundizar en el concepto de cohesión territorial, proporcionar una perspectiva territorial para los objetivos de competitividad y sostenibilidad adoptados por la UE (Estrategia de Lisboa y Gotemburgo), integrar la dimensión territorial en las políticas sectoriales de la UE (agricultura, transporte, medio ambiente…) y desarrollar los objetivos de la ETE abordando los nuevos desafíos presentes (cambio climático, globalización, etc..). Pero todo ello con los condicionantes de no crear una nueva política (por respetar el principio de subsidiariedad) y de utilizar los mecanismos actuales (reglamentos) sin definir nuevas burocracias administrativas para avanzar hacia la cohesión territorial. O, lo que es lo mismo, la UE se compromete a observar que sucede con las desigualdades y con la gestión territorial a través de los estudios que correspondan, pero no aborda la definición específica de una política territorial ni acepta condicionar los fondos y políticas ya existentes a este nuevo objetivo de cohesión territorial. El resultado es que cuatro años después y tras la crisis asociada a la especulación financiero inmobiliaria estadounidense y europea, los problemas territoriales, socioeconómicos y ambientales no han dejado de crecer y que poco (por decir algo) se han notado los efectos de la ATE2007.
La revisión de la ATE2007, aprobada el 19 de mayo de 2011 (ATE2020) bajo presidencia húngara, ni ha cambiado ni ha mejorado sustancialmente los contenidos, instrumentos o políticas de la primera, pese a que la globalización ha incrementado los riesgos de muchos territorios y la crisis económica global va a obligar a importantes cambios estructurales, “ya que las disparidades y diferencias en los sistemas legales, sociales y políticos tienen consecuencias importantes, sobre todo en cuanto a la migración y el comercio”, a que “las barreras para la integración a nivel local y regional pueden dar como resultado la infrautilización de los recursos humanos, culturales, económicos y ecológicos de las regiones fronterizas y el aumento de su posición periférica y su exclusión social”, o a que la creciente incidencia de la problemática asociada a los cambios ambientales, la pérdida de patrimonio territorial (biodiversidad, patrimonio natural, patrimonio cultural, paisaje) y los desafíos en el campo de la energía, exigirían establecer Prioridades y Políticas Territoriales explícitas para el Desarrollo de la Unión Europea. Pero la propia Comisión Europea ha dejado claras las dificultades para que ésta exista y ha renunciado, hasta ahora, a introducir cambios que permitan su progresiva implantación, pese a que la nueva ATE2020 sigue destacando la fuerte incidencia de los efectos territoriales de las políticas sectoriales de la UE y su falta de consideración específica; lo que a veces lleva a procesos contradictorios sobre el modelo territorial que, en vez de generar sinergias hacia la consecución de los objetivos deseados, generan contradicciones que dificultan su alcance. Y se destaca también la necesidad de que las políticas incorporen una evaluación y seguimiento de los efectos territoriales y un informe de coherencia con los objetivos territoriales de la UE (la propia AT2020 y el objetivo de cohesión territorial). Pero todo ello en el marco de no definir una política territorial europea explícita (implícitamente existe por los efectos que se derivan del resto de políticas de la UE) como consecuencia de la aplicación del principio de subsidiariedad, porque no se considera pertinente implicar nuevos fondos presupuestarios de la UE ni se puede aspirar a compartir los Fondos estructurales existentes, ni tampoco se considera recomendable establecer nuevas líneas de actuación administrativas, lo que limita la política territorial a una genérica consideración de la dimensión y efectos territoriales en los mecanismos y procesos ya existentes.
La vigente Estrategia europea “Europa 2020: Competitividad, cooperación y cohesión para todas las regiones” (EU2020) aunque cita que la “cohesión económica, social y territorial permanecerán en el corazón de la estrategia EU2020 para asegurar que todas las energías y capacidades se movilicen y enfoquen hacia la consecución de las prioridades de la estrategia”, en la práctica carece de consideración de la dimensión territorial.
Esta EU2020 se aprueba tras los fracasos de la Agenda de Lisboa del año 2000, y de la reformulación de la misma efectuada en 2005, respecto a la consecución de los objetivos perseguidos de que la UE llegara a ser la economía de mayor competitividad, mayor dinamismo, empleo y cohesión social; y sus objetivos vuelven a ser “promover el empleo y un “crecimiento inteligente, sostenible e integrador”, con reformas estructurales y el desbloqueo del potencial de crecimiento de la UE, “empezando por las políticas de innovación y energía”. Más en concreto, los cinco objetivos considerados principales, recogidos en el Anexo 1 del Documento de Conclusiones del Consejo Europeo de 17 de junio de 2010, se centran en el fomento del empleo, la mejora de las condiciones para la innovación, la investigación y el desarrollo, el cumplimiento de los objetivos establecidos en materia de cambio climático y energía, la mejora de los niveles educativos, y el fomento de la integración social, en particular mediante la reducción de la pobreza.
Pero la nueva Estrategia se sigue situando en el mismo marco y con los mecanismos que ya han llevado al fracaso en los dos intentos anteriores. Se obvia que la fuerte expansión urbanística de las últimas décadas, en la UE y en España, se ha concentrado espacialmente en las costas y en los territorios urbanos más maduros y sus periferias, consolidando un modelo territorial diferencialmente concentrado y con la actividad económica y la mayoría de la población localizada en las grandes áreas metropolitanas y regiones funcionales urbanas. Esta expansión urbanística ha estado determinada por la ruptura del modelo tradicional de ciudad compacta: los nuevos sectores residenciales se han caracterizado mayoritariamente por su baja densidad, su carencia de complejidad y variedad funcional y social, y su aislamiento espacial respecto a su entorno urbano o natural, con difícil acceso a los servicios, equipamientos y dotaciones públicos, a los espacios verdes, a los centros deportivos o de ocio y al tejido comercial minorista, salvo a través del vehículo privado, intensificando también las dificultades de movilidad entre la residencia y el empleo. Por el contrario, gran parte del mundo rural tradicional ha resultado marginado en estas nuevas dinámicas, acentuando su largo declive demográfico y económico, mientras que las nuevas tecnologías abrían continuamente nuevos espacios en el planeta a la localización de actividades y a las relaciones territoriales y urbanas a distancia.
En un mundo en cambio global, con problemas territoriales y ambientales intrínsecamente interrelacionados, que se van acumulando hasta llegar a un nivel en que se producen cambios cualitativos que hacen a esos problemas de muy costosa solución, o los convierten en irreversibles (urbanización de la población, abandono del medio rural, desertización, degradación de nuestras costas, cambio climático, pérdida de biodiversidad, residuos, etc.) difícilmente se podrá avanzar hacia los objetivos de la vigente Estrategia Europea para el 2020 (EU2020) si no se actúa y se prevén los procesos de transformación territorial en los que los mismos se producen, con un enfoque integral y a largo plazo de los problemas y de sus soluciones, que responda al interés general de las presentes y futuras poblaciones que previsiblemente habiten el territorio de la UE.
Mejorar la sostenibilidad territorial y urbana exige avanzar hacia la máxima ecoeficiencia posible en el modelo territorial y en los tejidos urbanos de la ciudad ya consolidada, así como en la ecoeficiencia de los nuevos desarrollos urbanísticos. Para ello son aspectos fundamentales incidir en: una localización de actividades y de usos del suelo que minoren la necesidad de desplazamientos motorizados a nivel local e internacional, o que permitan su realización con eficiencia energética y minimización de emisiones de gases de efecto invernadero; el autoabastecimiento energético o la máxima utilización de energías renovables; y un diseño territorial y urbano, construcción y funcionamiento que aprovechen las condiciones del lugar (clima, entorno, etc.) para optimizar intensidad energética, consumos y emisiones. La urbanización y construcción sostenible exige disminuir el consumo energético en su ciclo de vida así como el impacto en la producción de residuos y consumo de materias primas.
Además, la creciente escasez de recursos, la amenaza del cambio climático, la presión de la inmigración sobre las ciudades y la falta de cohesión social en las grandes concentraciones urbanas, exigen medidas orientadas a la construcción de una nueva cultura del bienestar, basada en el respeto al entorno y en la solidaridad con los que más la necesitan. Ello exige fomentar nuevos modelos sociales y territoriales que contribuyan a un comportamiento más sostenible, para lo que son muy importantes las labores de información, concienciación y educación de la población, a la vez que se favorecen iniciativas que faciliten la concertación y corresponsabilización en el cambio. Igualmente, en un marco de creciente globalización e interdependencia, queda clara la necesidad de la concertación y cooperación entre administraciones, pero debe reflexionarse sobre cuál es la escala en la que debe discutirse la dinámica territorial, y si las actuaciones de la UE al respecto deben seguir manteniéndose en simple recomendaciones, cuál es la administración idónea y representativa para la coordinación territorial, y cuál debe ser el papel de la administración general del estado en el proceso. El territorio tiene una tremenda inercia, sus cambios requieren del largo plazo y los errores en la política territorial pueden llevar costes que tarden siglos en corregirse. Está claro que no nos podemos permitir seguir con la dinámica actual porque, como señalaba acertadamente Einstein, “los problemas no se pueden resolver con las mismas lógicas que los crearon”.