Cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos suspendió el recuento de votos en Florida y decantó el resultado electoral a favor de Bush, se hicieron patentes los problemas derivados de una excesiva politización partidaria de Instituciones que, por su propia naturaleza, deben quedar prevenidas de cualquier manipulación o instrumentalización política. En dicho caso, poco importó que los recuentos independientes efectuados ulteriormente por Universidades y medios de comunicación social demostraran que en Florida Al Gore tuviera más votos, lo importante es que un proceso político clave fue zanjado de manera anómala e inapelable y sin producir grandes tensiones, debido al pragmatismo y fuerte sentido institucional del pueblo norteamericano. ¿Qué hubiera pasado en otros países en el mismo supuesto? ¿Qué puede pasar en el futuro si se repite una situación similar, con la opinión pública más sensibilizada e irritada? No es fácil saberlo.

La recusación del Magistrado Pérez Tremps en España ha vuelto a abrir el debate sobre los peligros de las manipulaciones políticas de instituciones como el Tribunal Constitucional. Aparte del desprecio que tales hechos demuestran por una persona respetable convertida en un pim-pam-pum de la política, el problema es que ante la opinión pública está quedando meridianamente claro que nos encontramos ante una operación política partidaria, que no pretende otra cosa que alterar la correlación de votos ante un asunto crucial como son los recursos de anticonstitucionalidad sobre el “Estatuto Catalán”. Lo sorprendente, y lo patético, del caso es que los mismos que, desde instancias extra-judicales, han alentado y propiciado esta decisión recusatoria se apresuran a ponerse la venda antes de la herida, denunciando la posibilidad de que Pérez Tremps dimita y el Gobierno designe uno nuevo, restableciendo la anterior correlación de votos. Es decir, los conservadores no dudan en contaminar políticamente procesos judiciales importantes y, a su vez, quieren que “sus” adversarios permanezcan quietos, callados y rendidos. ¿Acaso no hay un tufillo político preocupante detrás de todo esto?

El problema es que, en medio de este rifirrafe, la imagen del Tribunal Constitucional puede quedar seriamente erosionada, abriendo la sospecha de que sus decisiones no se van a adoptar con la imparcialidad y la objetividad que debe esperarse de tan alta Instancia. Pero este coste objetivo poco parece importarles a los que no están dispuestos a poner límites en sus duras –y obcecadas– estrategias políticas. Como tampoco parece importarles que las tendencias hacia la radicalización y bipolarización política extrema acaben dejando poco espacio para las posiciones más templadas, moderadas y matizadas. Posiciones que, en el tema de fondo que se ventila, hubieran podido dar lugar a formulaciones razonables y asumibles por todos. Posiblemente, incluso desde el mismo proceso de elaboración del Estatut. Pero ahora, al mismo tiempo que cualquiera puede constatar que la ausencia de consensos suele acabar pasando duras facturas, es harto probable que todo se termine sustanciando en términos de “blanco” o “negro”. Y esa no es una buena receta para una convivencia democrática saludable en una sociedad madura y compleja.