No quisiera, en absoluto, que estas líneas supusieran cualquier desconsideración hacia Antonio Casares Quiroga. Tengo para el republicano gallego tanto respeto como el que le manifiesta Manuel Rivas en sus escritos. Casares Quiroga era un republicano convencido, arriesgado en tiempos peligrosos y un intelectual de alta sabiduría. No era un político para responsabilidades de crisis. A muchos lectores, que deseo no sean muchos, este apellido nada les recordará. Pasó a la historia por ser el Presidente de Gobierno, designado por Azaña, que tuvo que enfrentarse al Golpe de Estado militar del 17 de julio de 1936. Lo hizo mal y el 19 ya no estaba en funciones.

No soy quién para referir esta historia, pero existe la mayor coincidencia en considerar que, ante los preparativos de la sublevación militar y su posterior desencadenamiento, no estuvo a la altura de la situación. De ahí viene que le conecte en mis apreciaciones con Mariano Rajoy, también gallego, pero seguro que no de idéntica calidad intelectual.

Un Presidente de Gobierno suele dedicarse a gestionar los asuntos del país, y en las democracias la gestión puede ser valorada de diversas maneras pero, en general, ésta no conlleva crisis institucionales que puedan ser vitales para la sociedad. Hay algunos Presidentes de Gobierno o Jefes de Estado que alcanzan la categoría de Hombre de Estado porque ilustran una acción en beneficio de la nación que gobiernan, de su interés general, más allá de los deseos partidistas. Nuestra historia desgraciadamente conoce pocos Hombres de Estado. Durante nuestra Transición tuvimos la fortuna de contar en política activa con un Juan Carlos I, un Adolfo Suarez y un Felipe González. Consiguieron franquear los obstáculos que anunciaban el tan deseado final del franquismo, la instalación de la democracia, su salvación un día 23 de febrero, la demostración, como muchos países de Europa lo habían realizado desde hacía tanto tiempo, que Monarquía constitucional y Gobierno socialista podían colaborar.

Hoy, las aguas del Manzanares han corrido mucho, también las del Llobregat. El Parlament de Cataluña, recién elegido, sin haber nombrado aún al President de la Generalitat, ni avalado cualquier tipo de gobierno o programa político para ocuparse de la situación de sus conciudadanos, ha decidido proclamar un Golpe de Estado civil. La palabra no es abusiva, ya que el texto presentado por la alianza inverosímil de la derecha burguesa con los izquierdistas republicanos y los antisistemas altermundistas, proclama una República, cuando estamos en Monarquía, la desobediencia al Estado español y a sus poderes constitucionalmente establecidos, así como la soberanía del Parlament de Cataluña de aquí en adelante. Al paso, estoy curioso por saber si la lógica les llevará hasta boicotear las institucionales elecciones generales españolas, sufriendo así una merma considerable de los recursos que el Estado-ladrón de Madrid les prodigaría en caso contrario.

¿Cómo contestó nuestro Presidente de Gobierno Mariano Rajoy, a la razón de la sinrazón, como diría otro, de los golpistas? Con palabras dignas de un chaval de escuela de párvulos que dirime una diferencia con otro niño citándolo para después de los cursos. Su contestación a una situación indiscutiblemente gravísima, y además previsible, ha sido, como lo es desde que está planteado el problema, blanda, débil, misteriosa, y sobre todo personal. Desde luego, cada día se evidencia más que la gestión del asunto del Prestige no fue circunstancial, sino un síntoma más de su ADN constitutivo.

Aquí viene la comparación con Casares Quiroga. Éste, enfrentado a la sublevación que, aunque anunciada, no había prevenido, gobernaba separado de las fuerzas políticas más significativas de la época, no sólo de izquierdas, sino también de derechas. Pero también quiso mantenerse aislado de su pueblo que pedía a gritos participar en la defensa de su República. Fracasó, perdió un tiempo precioso. Ocurrió lo que todos sabemos, aunque desde luego sería enormemente injusto culparle a él solo de aquello.

Rajoy ha contestado a los golpistas del Parlament olvidándose de la otras fuerzas políticas del país; las consultas vinieron por parte de Pedro Sánchez y la de Rivera fue de puro formalismo, cuando desde hace meses, desde la convocatoria de las elecciones catalanas, tenía que haber celebrado reuniones de crisis con las fuerzas políticas dispuestas a ayudar a salvar la integridad del país. Asimismo, se ha olvidado del pueblo español que, forzosamente, tarde o temprano, y mejor que sea temprano que tarde, deberá dar su opinión sobre tan absurda, pero real situación. No puede ampararse sólo en el PP, partido más que derrotado en las elecciones catalanas. Así no salvará a su partido en las elecciones venideras. Pero sobre todo no salvará a su país de una crisis innecesaria y grave.

Es fácil criticar. ¿Qué debiera haber hecho un Presidente de Gobierno ante esta situación? Muchas cosas: adelantar las elecciones generales para que un Gobierno con futuro afrontase lo que iba a venir de las elecciones catalanas; agrupar las fuerzas políticas en torno a una propuesta de solución que pasará por una reforma de la Constitución, y conseguir una proclamación pactada y solemne de la inaceptabilidad definitiva de la Independencia catalana, salvo que el pueblo español acepte tal cosa en referéndum. Nunca es tarde.