Hay que cumplir la ley, y la ley prohíbe asaltar los parlamentos. Con toda lógica, porque en los parlamentos se ejerce la representación democrática. Se equivocan, por tanto, quienes promueven iniciativas bajo las consignas de “ocupar” o “rodear” el Congreso de los Diputados. Porque, además, siempre hay unos pocos que aprovechan cualquier oportunidad para convertir la manifestación libre y pacífica en una batalla sin sentido. Y las puertas de los parlamentos no son lugares para la batalla.

Las autoridades policiales, no obstante, están para controlar de manera proporcionada a los violentos, para permitir el ejercicio de los derechos de ciudadanía en las calles, y para impedir que una concentración mayoritariamente pacífica se transforme en una orgía de golpes y en un espectáculo lamentable a los ojos de todo el mundo. Y la delegación del Gobierno en Madrid no ha sabido hacer bien su trabajo. Esto es un hecho.

Pero más interesante que analizar la batalla resulta analizar las motivaciones de tanta desafección y de tanto cabreo a las puertas de nuestras instituciones democráticas. La causa primera está en la ineficacia (o la indolencia, o el desinterés) de esas instituciones para resolver los problemas que acucian a la gente, en el paro, en la precariedad laboral, en los recortes sociales. La democracia se legitima día a día resolviendo problemas. Si la democracia no resuelve problemas, los ciudadanos cuestionarán, al menos, a quienes ejercen el poder en democracia.

El cabreo también nace de la aparente abdicación de la política respecto a sus responsabilidades para administrar el espacio público que compartimos. Los ciudadanos votan y pagan a los políticos para que tomen decisiones, pero cada día los políticos aducen falta de competencia para adoptar decisiones. Los ayuntamientos descargan en las autonomías, las autonomías miran hacia el Estado, y el Gobierno estatal se queja de los mercados financieros y de los burócratas bruselenses. Si ustedes no toman decisiones, ¿para qué les voto y para qué les pago?

Con toda seguridad también, hay cierto agotamiento en los procedimientos más clásicos de las democracias representativas. El viejo esquema del “vota, delega y olvida” ya no funciona. Los ciudadanos se saben informados, tienen criterio propio sobre las cuestiones relevantes y quieren participar más en las decisiones colectivas que les afectan. El ejercicio de la política se percibe demasiado a menudo como algo extraño, lejano, poco transparente y hasta sospechoso.

Y la salida a esta situación no consiste en mandar policías a las manifestaciones, sino en aplicar cambios para que los ciudadanos no tengan motivos para manifestarse. Ayer fueron 1.500 policías. Mañana, ¿cuántos mandaremos? ¿2.000? ¿3.000?

Cambiemos las políticas que sacrifican el bienestar y la dignidad de la gente por el cuadre estadístico y la solvencia de los Bancos. Aceleremos la integración eficiente en Europa. Cambiemos el funcionamiento de la democracia representativa, haciéndola más abierta, más transparente y más honesta, antes de que la gente se canse de la propia democracia representativa. Mandemos al Congreso menos porras y más leyes para asegurar la democracia dentro de los partidos, para permitir la reclamación judicial ante el incumplimiento de los programas, para que las contrataciones y las adjudicaciones se realicen en cuartos con ventanas abiertas…

Ayer, mientras me sacaban en volandas del Congreso por una calle lateral, me fijé en la expresión de una joven que me miraba atónita desde la puerta de un bar. Cuatro agentes de policía bloqueaban la salida del local. Me dieron ganas de parar y decirle “Yo estoy aquí para defender tus derechos”. “Pues no lo parece”, me hubiera respondido. Con toda la razón.