Se dirá que algo es algo. Y tendrán razón. Y se dirá que no hay tiempo para tanto. Pero una campaña moderna, actual y anclada en nuestro siglo es esencialmente eso, el debate público y la polémica entre los artífices de las políticas concretas. Y no el insistente reclamo de consignas y discursos que tanto alejan a la opinión de la realidad política.
Suponemos, además, que el logro de los negociadores socialistas ante las reticencias de un candidato personalmente tan débil como lo es el popular en los duelos dialécticos, es un paso inevitable para que, de una vez, los partidos asuman el carácter renovador que hay que aplicar a las campañas en esta dirección.
Comentaristas y analistas políticos coinciden en afirmar que los cambios que se han introducido en las relaciones sociales afectan decisivamente a la política. Para ser más precisos, a la forma en la que se hace o se debe hacer la política al menos desde un punto de vista progresista.
Para empezar, conviene considerar como progresista en este caso todo aquello que amplía la capacidad de interacción entre los electores y los que asumen la representación política, entre los partidos políticos y los intereses de participación de ciudadanos y colectivos, y, por supuesto, todo lo que supone transparencia y proximidad entre el discurso político y su elaboración y la voluntad de la gente, expresada a través de los canales que habilitan las tecnologías de la comunicación y de la información.
En la Era de twitter y facebook, con la tecnología de los llamados teléfonos inteligentes al alcance de la inmensa mayoría, la complejidad del entramado político obliga a una rápida y evidente simplificación que facilite el acercamiento entre los usuarios de esos dispositivos y quienes asumen el desafío de querer representarlos. Todo ha cambiado aunque todo permanezca aparentemente igual.
Las movilizaciones ciudadanas en torno a lo que conocemos como 15-M o, desde ahora, el 15-O global, reflejan la voluntad de cambio en esa relación y muestran, por encima de todo, una voluntad decidida por participar en la política, ya que en ninguna de de esas movilizaciones globales se rechaza ésta de plano, sino que se denuncia esa idea elitista del poder que ha funcionado durante tanto tiempo.
Por eso lo moderno, y lo progresista, es interpretar adecuadamente esa demanda social y darle canalización por medio de propuestas e iniciativas que faciliten la aproximación de los ciudadanos y la política.
En este contexto diseñar campañas electorales como si fueran campañas de marketing en las que la oferta se realiza sobre un producto final, idealizado y ofrecido como único y cubierto por toda suerte de envoltorios estéticos, es, además de un atraso cultural, un acto de ingenuidad que reduce las expectativas de la gente a los mínimos que se materializan en más descrédito, más abstención, menos integración y, por tanto, futuras y cada vez más audaces movilizaciones que acabarán siendo, inevitablemente, tan antisistema como el sistema los obligue.
¿Cómo debe ser, pues, una campaña capaz de atraer el interés de los electores y facilitar el encuentro de los ciudadanos con la política?
En primer lugar, mostrando una relación directa entre las necesidades de austeridad del país y las acciones electorales propiamente dichas, evitando lo superfluo, lo exagerado y lo innecesario. En segundo lugar, acercándose mediante el uso de los medios que lo permiten a los ciudadanos para exponer propuestas y escuchar opiniones. En tercer lugar, evitando que la disputa electoral sirva de excusa para la agitación irracional de la parroquia propia con llamadas a la exaltación del radicalismo, la autoafirmación estéril y la disputa frontal basada en valores no democráticos y, por último y no menos importante, contrastando con la mayor visibilidad posible programas, propuestas, perfiles y capacidades de los candidatos y de sus opciones políticas.
Unas elecciones de calidad exigen que los partidos políticos integren en su modo de hacer política las nuevas formas con las que los ciudadanos se comunican entre sí, y en la forma en que lo hacen con las empresas, la cultura, el ocio y el entretenimiento y otros muchos etcéteras que se justifican en la existencia de nuevos canales de comunicación, nuevos códigos y un nuevo lenguaje.
La política electoral bien entendida ya no se reduce a la emisión unidireccional de mensajes afortunados de los candidatos, ni se representa en imágenes estáticas de éstos en carteles y vallas publicitarias. La política electoral debe basarse en algo más elaborado y que permita la rápida interacción de los que hasta ahora actuaban como agentes pasivos del proceso. Es más, la facilidad con la que se comunica y la instantaneidad con que se hace ha convertido a muchos de esos sujetos pasivos de la campaña en activos protagonistas de ella, porque su conversión a través de las redes sociales en prescriptores capaces de crear opinión o de cambiarla, es tan importante como posiblemente incontrolable con otros procedimientos que no sean los de las convicciones, las propuestas y las explicaciones de los candidatos.
En este escenario novedoso, los debates son indispensables. Debates transmitidos por televisión y comentados instantáneamente en las redes sociales abren una nueva y trascendental vía de acercamiento a la política y de participación ciudadana. Pero es que, en esencia, el debate debe ser la clave de una campaña, puesto que es el único modo de elegir correctamente al candidato que defiende ideas y propuestas frente al que se oculta en las brumas engañosas del silencio o de la confusión.
Así pudimos comprobarlo en las últimas elecciones generales de 2008, cuando la confrontación Rajoy-Zapatero, incluso Solbes-Pizarro, dejó bien claro quién tenía más capacidad para responder a las necesidades de la España de aquél momento o en las de 1993, entre González y Aznar, que fueron una evidente confrontación de modelos, hasta tal punto que fueron decisivos en la formación de la voluntad popular en los colegios electorales.
Los debates electorales televisados deben ser muy abiertos, deben contemplar la mayor cantidad de aspectos concretos, deben evitar la sucesión encadenada de discursos aprendidos y deben tratar todos aquellos asuntos que son capitales para la determinación del voto. No creo que sea el tiempo de los monótonos “blablases” que escuchamos habitualmente en el Parlamento con discursos encorsetados, leídos e intrascendentes por cuanto evitan el verdadero conflicto dialéctico imprescindible para definir con claridad intereses contrapuestos y, por tanto, facilitar la libre elección de los ciudadanos.
Para formarse una opinión sin prejuicios y detectar el valor político de cada candidato, el debate es la herramienta más útil en la era del cambio tecnológico. Es en ellos donde se materializa la evidencia de ideas contrapuestas y es a ellos a donde deben acudir los candidatos para demostrar su conocimiento, su convicción, su liderazgo y su capacidad para gobernar.
Rajoy y Rubalcaba, las dos opciones viables de gobierno, nos deben un debate, o dos, en los que podamos desentrañar las verdaderas intenciones de quienes nos quieren gobernar y así podamos decidir responsablemente a quién entregamos nuestro preciado voto. Deben opinar, definirse y comprometerse el uno frente al otro y ante nuestra escrutadora mirada.
No, no hay huída posible.
En esta Era de transformaciones democráticas en el mundo, en España no podemos contentarnos con el discurso de la autoexclusión o con la respuesta hueca del mitin y la proclama. Es la hora de la confrontación, de la oposición de ideas y de personas, para que nosotros, jueces electorales hoy, pongamos o quitemos en las urnas los liderazgos del futuro.