Tanto la política como la economía de España han descansado de forma cómoda y hasta indolente, durante las dos últimas décadas, en las directrices y mandatos provenientes de Bruselas o Francfort, sobre todo de éste en la etapa del euro y de la expansión crediticia: nuestra autonomía política y el propio destino del país se han hipotecado, en demasía, a los intereses de las potencias dominantes de la Unión Europea. No se ha pensado que nuestras realidades y capacidades económicas nos impedirían mantener indefinidamente las exigencias para formar parte de ese núcleo dominante. Puedo entender que fuera una apuesta bienintencionada, pero la desastrosa gestión que se ha hecho de ella, nos ha situado en una tierra de nadie para enfrentar la reconstrucción del país. Todo será más complicado y doloroso, pero no imposible.
El fracaso del euro y de la Unión Monetaria, que han terminado por deshilachar el proyecto político de la Unión Europea, nos ponen en un horizonte en el que los Estados nacionales deberán recuperar el terreno perdido en materia política y también, aunque ahora no lo parezca, en materias económicas y monetarias. En mi opinión, los proyectos y planes de Bruselas, como el del Pacto Fiscal, suponen la defensa clara de los intereses de las grandes potencias europeas en lógico detrimento de los socios de menor entidad y peor gestionados, entre ellos nosotros. Eso sí, todo envuelto en una hojarasca de declaraciones defensivas comunes y con promesas de constitución de fondos, cuya utilización, en su caso, quedará al arbitrio de las potencias centrales. Pero ni siquiera eso bastará para garantizar la supervivencia del proyecto europeo; probablemente se requerirá el auxilio de la comunidad económica internacional para evitar males mayores y para hacer posible un desmontaje ordenado de aquel. En cualquier caso, nada será igual.
La banca y la deuda españolas siguen siendo observadas con aprensión. Bien es verdad que se han hecho grandes méritos para ello: hemos sido un país mal administrado y demasiado tolerante con la especulación y el endeudamiento. No eran solo las cajas de ahorros, tan maltratadas, cuya gestión, guste o no, irá pasando a manos del Estado; también la banca esta aquejada del mal y, de una u otra manera, parte de ella puede pasar también a la órbita pública. Los llamados mercados e inversores privados ni están ni se les espera por el momento: viene un tiempo de moderación y de saneamiento y, por tanto, de escaso o nulo beneficio. Serán los Estados los que tendrán que gestionar la travesía del desierto de los próximos años y España no es una excepción. De ahí la necesidad de fortalecerse para la tarea de la gestión pública, que no es lo mismo que la gestión política o politizada.
Uno de los motivos que nos hace dudar a algunos de la eficacia del poder público en España se refiere a la capacidad del Estado, en éste caso del gobierno nacional, para ejercer sus funciones, debido a la gran dispersión de poderes que se ha producido a lo largo de los años y al coste desmesurado que ello supone. El penoso estado de las cuentas públicas y la escasa capacidad de ordenarlas está a la vista de todos: el déficit se ha convertido en un arma arrojadiza entre los diferentes poderes públicos, sin pararse a pensar que lo primero es ordenarlos. Parece claro que ese debería ser el primer paso para introducir racionalidad y buen gobierno.
El nuevo Gobierno nada dice de ello, aunque reitera constantemente los males provenientes de los poderes regionales y dispone de una mayoría parlamentaria que le permitiría abordar su resolución. Probablemente, impelido por la angustia financiera y desasistido de Bruselas, tendrá que iniciar una reconversión autonómica que, en todo caso, concluirá en un cambio de la Constitución, ya anticipado por la reforma constitucional del pasado otoño: sería, en realidad, la conclusión natural de aquella. Creo que ya no hay margen para parcheos y pomposas conferencias de presidentes autonómicos. Lo que se juega, en mi opinión, es si el Estado en España recupera su papel de agente fundamental para salir de la ciénaga o si, por el contrario, lo mantenemos deshilachado e inerme en medio de la tormenta.
La revisión no será fácil por la tela de araña de los intereses creados, tanto políticos como económicos, aunque si el gobierno actúa con inteligencia y templanza, obtendrá el apoyo de la colmena española para desarrollar con eficacia sus planes de reconstrucción nacional. Porque, entre otras cosas, ello supone cambiar un conjunto de reglas y estereotipos implantados en la política española, que ya no dan más de sí. Las circunstancias obligan a volver al interés nacional, algo que otros socios nuestros de la Unión Europea nunca abandonaron, como se demuestra cada semana en Bruselas. El resto son “vuelos de palomas”.