Ahora cabe afrontar el ajuste en el sector inmobiliario con inteligencia, reduciendo la dependencia de nuestra economía respecto al ladrillo, diversificando la actividad productiva, apostando por la innovación y el talento para mejorar la productividad, erradicando las estrategias puramente especulativas en la gestión del suelo y la vivienda, y abriendo un nuevo abanico de actividad para estas empresas con la vivienda protegida, la remodelación de barrios y la mejora de las infraestructuras públicas.
Efectivamente, los escándalos de las hipotecas-basura en Estados Unidos, Reino Unido y Francia han generado una crisis financiera cuyo alcance y desenlace aún está por dilucidar. Por lo pronto, en España la crisis financiera ha desencadenado el tantas veces pronosticado estallido de la “burbuja inmobiliaria”. El frenazo seco del flujo crediticio y la bajada de los precios ha acelerado la caída de la actividad, el cierre de empresas y el aumento del paro en el sector. Las familias retrasan la adquisición de vivienda a la espera de mejores condiciones, y los inversores ya no encuentran en el mercado inmobiliario un refugio atractivo para su dinero.
Se veía venir. En España hemos tenido y tenemos el grave problema de acceso al bien básico de la vivienda, protegido constitucionalmente, para amplias capas de la población, sobre todo entre los jóvenes. Y este problema ha coexistido, paradójicamente, con una producción inmobiliaria desenfrenada: más de 800.000 viviendas iniciadas por año, una cifra superior a la suma de las viviendas iniciadas en Alemania, Francia y Reino Unido.
El modelo de crecimiento del sector ha sido un modelo especulativo en gran medida, y los costes han sido extraordinarios en términos de dependencia de nuestra economía, de encarecimiento brutal de los precios en el mercado libre, de gravísimas limitaciones a la emancipación de los jóvenes, de ocupación irracional del territorio, de presión sobre el entorno natural e, incluso, de socavamiento de la transparencia, el rigor ético y la legalidad en el funcionamiento de algunas administraciones locales y autonómicas. No puede generalizarse, pero este es un diagnóstico bastante realista.
Estamos ahora ante una buena oportunidad para afrontar la crisis inmobiliaria resolviendo problemas de fondo. La economía española debe apostar definitivamente por un modelo productivo que aparque la especulación y apueste por el talento: ganar productividad y competitividad por la vía de la investigación, el desarrollo y la innovación; estimular y promover la actividad en sectores con futuro, como los servicios de calidad y la industria tecnológica; mejorar la “empleabilidad” de nuestros trabajadores mediante la educación y la formación constante; impulsar políticas activas de empleo asociadas al desarrollo de iniciativas sociales (aumento de la oferta de escuelas infantiles y servicios de atención a la dependencia, por ejemplo) y actividades ecológicas (preservación ambiental, energías renovables y gestión de residuos, por ejemplo).
Y esta es también una buena oportunidad para “normalizar” el desarrollo de nuestro sector inmobiliario. El objetivo es recuperar actividad y empleo bajo parámetros eficaces, pero no especulativos. En el mercado estrictamente privado sería preciso ajustar los precios (sobrevalorados), adaptar la oferta a la demanda real y recuperar la actividad crediticia, bajo garantías razonables. Junto al mercado privado, cabe impulsar la iniciativa pública, promoviendo suficiente vivienda protegida para resolver el problema de la accesibilidad de jóvenes y sectores sociales desfavorecidos, así como impulsando la remodelación de entornos urbanos deteriorados y la rehabilitación de los parques de viviendas con déficits de habitabilidad.
Como dice el refranero español: “no hay mal que por bien no venga”. La crisis inmobiliaria puede convertirse en una buena oportunidad para aportar solidez a nuestro modelo productivo y para apuntar soluciones definitivas en la accesibilidad a la vivienda.