Desde luego, no existe un patrón inequívoco y exacto de reacción-prevención ante la pandemia. De hecho, los países están reaccionando de maneras diferentes. En un extremo de la escala de rigor parece que se encuentra China, en donde se siguen medidas muy estrictas de aislamiento, mientras que en otros países apenas se están adoptando cautelas. Australia también se sitúa entre los países más madrugadores en la adopción práctica de medidas preventivas, estando probando ya una vacuna contra la gripe preparada por sus propios laboratorios. Otros países han anunciado campañas de vacunación masiva en octubre. En España, en cambio, parece que estamos más rezagados y plausiblemente vamos a pagar las consecuencias de no disponer de una industria farmacéutica capaz de operar en estos terrenos, por lo que tenemos que acudir allí donde se producen las vacunas y los medicamentos que pueden tener alguna eficacia en la lucha contra la epidemia. La clave, por lo tanto, es trabajar con la máxima eficacia, celeridad y precisión para lograr tener las vacunas y las dosis de medicación necesarias en el tiempo más perentorio posible y no quedar los últimos en la cola debido a eventuales fallos de agilidad y rapidez en las gestiones.

Un aspecto importante en la lucha contra la epidemia son las políticas de información y de respuesta ante la enfermedad. Aspecto en el que no se pueden esgrimir, como disculpa, factores externos, sino que aquí todo va a depender de que las cosas se hagan bien y con suficiente claridad, como para que no se produzcan movimientos de pánico en la población o saturaciones adicionales en los dispositivos organizativos establecidos, como pasó en los primeros momentos en el Reino Unido con el sistema de información y atención por teléfono, y como puede ocurrir, lógicamente, en las instalaciones sanitarias disponibles cuando en otoño se produzca una afectación muy numerosa de contagiados por la gripe (incluso por la gripe estacional habitual).

Por ello, es importante que no cunda el pánico ni se extienda la preocupación debido a la percepción de que existen recursos limitados. Y en este aspecto es muy importante lo que haga la Administración Sanitaria. Y sobre todo lo que se diga. En estos momentos todo el mundo entiende que ha sido un error anunciar solemnemente que se tienen previstas vacunas para el 40% de la población y tratamientos para algo menos. Ante tales anuncios no es extraño que hayan cundido preocupaciones entre la población y que muchos se pregunten ¿qué va a ocurrir con el otro 60% de españoles? La explicación de que se piensa en la población de riesgo no resulta suficiente, ya que en una epidemia de este tipo prácticamente nadie está excluido de los riesgos y, además, el contagio de la población más sana de edades intermedias puede tener efectos añadidos muy serios para el país en términos de una normal funcionalidad económica y social. De ahí que ante una epidemia de esta naturaleza no se tiene que actuar con criterios de escasez, debiendo estar dispuestos a vacunar a toda la población que lo precise y lo demande, sin suscitar situaciones de miedo limitativo, que paradójicamente pueden provocar una sobre-demanda añadida, que si no es atendida generará malestar y eventuales tensiones en cadena.

Esta sensación de escasez, con el correspondiente riesgo de una sobre-demanda añadida –y eventualmente acaparadora innecesaria de medicaciones– se puede producir también en los fármacos disponibles para luchar contra la gripe (Tamiflu y Relenza). La decisión de retirar dichos productos de las farmacias y centralizar su dispensación en los hospitales también ha generado sensaciones de “escasez” y disfunciones bien fáciles de entender, en la medida que cuando la gripe (incluso la estacional) afecte a muchos miles de personas (como ya está ocurriendo en algunos países) será imposible que los hospitales atiendan ágilmente todas las necesidades. Por eso, los responsables de Sanidad están atendiendo estos razonamientos y demandas, en el sentido de adquirir más dosis de tratamientos y volver a considerar su prescripción por los médicos de familia y su dispensación por las farmacias, garantizando así que a los primeros síntomas sospechosos los médicos de atención primaria puedan proporcionar a los enfermos un tratamiento cuya utilidad depende precisamente de la rapidez en su administración.

La capacidad de adaptación y de respuesta demostrada por la Administración Sanitaria no nos excusa, sin embargo, de pedir una mayor maduración en la adopción de las decisiones, evitando dar la sensación de que se opera con desorientación y de que se cambia en cuanto se ven problemas prácticos.

Sin duda, es importante que los ciudadanos sean informados ágilmente sobre la situación. Pero no debe caerse en excesos innecesarios y debe darse sensación de “profesionalidad” y de “máxima” eficacia. Por eso, sería positivo que la información pública fuera proporcionada por profesionales de la Medicina, como ya está ocurriendo en otros países. Y de ahí también la necesidad de que en este terreno se opere con la máxima autoridad política, atribuyendo incluso la más alta responsabilidad al Presidente del Gobierno, o a alguno de los Vicepresidentes, en el bien entendido de que estamos ante un asunto en el que “más vale prevenir –aun exageradamente– que lamentar”.