El 8 de febrero de 1587, María Estuardo, Reina de Escocia, escribía una carta a Enrique III de Francia donde le informaba que “hoy, después de cenar, me han dado a conocer la sentencia: me van a ejecutar, como a un criminal cualquiera, a las ocho de la mañana”. Año 2014, según los datos de Amnistía Internacional (AI), al menos 607 personas fueron ejecutadas en 22 países, y el número de condenas a muerte aumentó en casi 500 respecto al año anterior.
Han pasado más de cuatro siglos desde la ejecución de la Reina de Escocia, la democracia se ha instalado como el sistema político imperante en el mundo, y la Declaración de los Derechos Humanos establece en su artículo 5 que “nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Pero la realidad, la cruel realidad es que la forma más extrema de tortura que es la pena de muerte, la ejecución, sigue incomprensiblemente vigente en muchos países y no es un mal recuerdo en la historia de la Humanidad.
Todo lo contrario, en algunos países, sus Gobiernos de manera errónea están recurriendo a la pena de muerte con el objetivo de frenar la delincuencia (Jordania), el narcotráfico (Indonesia) o el terrorismo (China, Pakistán, Irán e Irak). Semejante aberración ya se ha demostrado fallida a lo largo de la historia como elemento de disuasión, y a lo único que está abocando es a más sufrimiento, violencia y represión.
¿Es posible que en el siglo XXI haya personas que sean condenadas a muerte por delitos como el robo, las drogas, los delitos económicos, o por actos calificados como adulterio, blasfemia o brujería? Sí, es real.
¿Es posible que al menos 2.466 personas fueran condenas a muerte en 55 países, en el año 2014, cuando el año anterior hubo al menos 1.925 condenas a muerte en 57 países? Sí, es real
¿Es posible que a finales de 2014 haya al menos 19.094 personas condenadas a muerte en el mundo? Sí, es real.
¿Es posible que se condene a muerte a menores de 18 años y se les ejecute, y que además en muchos casos donde se condena a muerte a personas no se hayan respetado las garantías procesales y no se haya realizado un juicio justo? Sí, es real.
¿Es posible que además los métodos más utilizados para ejecutar a estas personas sean la decapitación, el ahorcamiento, la inyección letal y el arma de fuego? Sí, es real.
A pesar de lo atroz que es está barbarie, hay esperanza. Frente a los países que más ejecuciones realizan (China, Irán, Arabia Saudí, Iraq y Estados Unidos) hay 140, más de dos terceras partes, que ya no ejecutan la pena de muerte, ya sea porque la han eliminado de sus ordenamientos legales o porque en la práctica no llegan a realizarla.
Hay esperanza porque frente a los siete países que reanudaron las ejecuciones después de un paréntesis en el año 2014 (Bielorrusia, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Guinea Ecuatorial, Jordania, Pakistán y Singapur), hubo indultos o conmutaciones de condenas a muerte en 28 países, y al menos 112 personas que habían sido condenadas a muerte fueron exoneradas en nueve países.
Hay esperanza y es necesario ampliarla para obligar a que la pena de muerte sea un mal recurso civilizatorio. Es posible, pero hay que ser activos y apoyar iniciativas que hagan realidad este sueño. Iniciativas como la llevada a cabo en diciembre pasado en la Asamblea General de Naciones Unidas son el camino pero son suficientes. Aquel día, 117 países –más que nunca– votaron a favor de una resolución sobre una moratoria del uso de la pena de muerte.
De la moratoria hay que pasar a la abolición. ¡Sé protagonista!