El último episodio de esta estrategia se ha producido a cuenta de la destrucción de empleo. Rajoy ha sostenido formalmente en el Parlamento que en España ya no se destruyen puestos de trabajo, pero las estadísticas de su propio Gobierno desmienten tal afirmación. La Encuesta de Población Activa refleja que desde enero de 2012 hasta el tercer trimestre de este año se han destruido nada menos que 984.300 puestos de trabajo, y los datos de afiliación a la Seguridad Social demuestran que entre octubre de 2012 y octubre de 2013 se perdieron 376.000 empleos.

A esta mentira hay que añadir otras, como la afirmación de que Bárcenas no trabajaba para el PP cuando este partido asumió el Gobierno de España, o la negación de la existencia de una contabilidad B en el PP. Son mentiras flagrantes, plenamente demostrables a partir de datos conocidos y contrastados.

Miente Rajoy y miente Montoro cuando asegura que no se reducen los salarios. La propia Agencia Tributaria, dependiente del ministro de Hacienda, ha publicado que el salario medio de los españoles cayó en el año 2012 un 2,5%. Y el proyecto de presupuestos para 2014, presentando por el mismo Montoro, establece que los costes laborales unitarios decrecerán en este ejercicio 2013 un 1,6% y un 0,6% el año próximo.

Y miente el ministro Wert cuando sostiene que la cuantía de las becas Erasmus se reduce como consecuencia de las decisiones de la Comisión Europea. Miente hasta el punto de merecer una reprobación pública y vergonzante del portavoz oficial de esa Comisión Europea. Y miente la ministra Báñez cuando nos dice que con la nueva ley no bajarán las pensiones, o cuando asegura sin pestañear que el Gobierno del PP heredó una Seguridad Social quebrada, sabiendo que el fondo de reserva contaba en 2011 con 67.000 millones de euros.

No se trata de errores de información, porque nadie puede admitir que desconozcan hasta tal punto lo que se traen entre manos cada día. No son valoraciones subjetivas más o menos cuestionables. Ya no hablamos de hacer promesas falsas, aun sabiendo que no se cumplirán, como aquello de los 3,5 millones de puestos de trabajo de los que hablaba Esteban González Pons durante la última campaña electoral. No. Se trata de mentir deliberadamente, en sede parlamentaria, como estrategia de engaño permanente.

Están convencidos, además, de que la estrategia funciona. A mí me lo aseguraron así durante mi etapa como portavoz en la Asamblea de Madrid, cuando semana tras semana escuchaba estupefacto aquello de “Ningún madrileño espera más de 30 días para someterse a una intervención quirúrgica”. Quizás no engañan a los muchos que esperan más de 30 días, pero puede que sí engañen a los demás. Al menos durante un tiempo.

Puede que les funcione, sí. Pero el daño que hacen a la credibilidad de las instituciones públicas es tremendo. La mentira mina la confianza de los ciudadanos en sus responsables institucionales, en mucha mayor medida que el error o el incumplimiento de un compromiso. Y cuando los ciudadanos ya no se creen nada de lo que les dicen sus dirigentes políticos, ¿qué tipo de sociedad estamos construyendo? La mentira es incompatible con un régimen democrático serio. Pero ¿a quién le importa si uno tiene capacidad mediática para sostener la mentira y la mentira reporta ventaja?

En otros países con más tradición democrática, una mentira desvelada equivale a una dimisión. Aquí, las mentiras merecen el aplauso cerrado de la bancada propia.

No se trata solo de moralidad. Se trata de no socavar los cimientos de nuestra convivencia democrática. Recorten lo que quieran recortar, mientras tengan votos para ello, pero encima no insulten a la gente.