El fenómeno filosófico más difícil al que se refería Albert Camus en el “Mito de Sísifo”, el suicidio, ha entrado a formar parte de la vida de las empresas. Hace más de un decenio que psiquiatras, médicos e inspectores de trabajo, sindicatos, responsables de comités de seguridad e higiene y, por supuesto, los propios trabajadores vienen alertando de los riesgos mentales vinculados a las nuevas formas de organización del trabajo. Sin que las autoridades ni las empresas hayan hecho el menor caso. Han achacado, por el contrario, el estrés o los intentos de suicidio y los suicidios mismos a “problemas personales” a “personalidades depresivas o melancólicas, incapaces de adaptarse a los cambios en el trabajo”. El Presidente Director General de France Télècom dijo incluso, en sus primeras reacciones, que era “una moda”.

Sin embargo, los trabajos de campo realizados muestran incuestionablemente que están producidos por las nuevas formas de gestión del trabajo. Imputar estos suicidios a la vulnerabilidad psicológica es, como ha señalado un psicoanalista del trabajo (Christophe Dejours), “tanto como pretender hacer creer que la muerte por paludismo fuera solamente debida a la debilidad biológica de ciertas personas y no a las aguas estancadas infestadas de mosquitos”. Los análisis de casos, los estudios realizados por los especialistas y los informes realizados por los sindicatos y los comités de salud y seguridad evidencian, en cambio, que las personas más afectadas son, en la mayor parte de los casos, los más comprometidos profesionalmente. Son generalmente empleados modelo, encargados de diversas responsabilidades, que dedican todo el tiempo que sea necesario al trabajo, por encima de su vida privada, que no tienen inconveniente en trabajar de noche, los fines de semana y hasta durante las vacaciones.

Esta realidad es algo que hace tiempo no se pone en cuestión en Japón (otra cosa es que, a tenor de los datos, se hayan puesto los medios necesarios para remediarla). Los suicidios y otras formas de reacciones patológicas – estrés, depresión, infartos cerebrales o cardíacos – inducidos por ciertas formas de trabajar reciben en el país nipón una denominación concreta: Karoshi. Es decir, muerte por sobrecarga de trabajo. Las autoridades japonesas contabilizan unas 300 por año por esta causa; los abogados laboralistas de aquel país consideran, no obstante, que la cifra real se sitúa en 30.000. Más que los accidentes de circulación.

Aunque no cabe generalizar ni identificar todo trabajo con riesgo o sufrimiento, es cierto que cada vez más estudios indican que el trabajo se ha hecho más intenso y más penoso. El estrés se ha convertido en una plaga que se suma a la extensión de las dolencias musculoesqueléticas y a los cánceres profesionales. Pero el suicidio por el trabajo marca un punto de inflexión: ya no solamente el trabajo puede matar como consecuencia de accidentes laborales o de enfermedades profesionales. Puede, en ocasiones, arrastrar a que uno se mate a sí mismo.

Las causas de este creciente malestar en el trabajo hay que encontrarlas en los cambios en el trabajo – menor calidad – y en el empleo – más precariedad – . Muchos trabajadores acumulan insatisfacción en el trabajo e inseguridad en el empleo. Pero, además, las formas tradicionales de organización del trabajo están siendo sustituidas por mecanismos complejos que se basan en la autonomía y la responsabilidad creciente de los trabajadores, como la gestión por proyectos, la flexibilidad horaria y geográfica, la estructuración en red, los sistemas de información interna, la evaluación individual de los trabajadores. Pero la autonomía sin un marco claro ni medios para lograr los objetivos desemboca en una gestión por el estrés, en la fijación de objetivos irrealizables, en exigencias contradictorias e indeterminadas, en movilidades forzosas, en reestructuraciones funcionales y cambios de tareas, en el culto de las evaluaciones individuales, a la explosión de los colectivos y a una lógica de “cada uno para sí”.

El trabajador se siente sólo frente al trabajo, a sus resultados, lo que, en algunos casos, conduce a un sentimiento de fracaso personal. La evaluación individual de competencias es una de las claves para comprender este fenómeno. En la medida en que se trabaja por resultados, el estrés generado por las nuevas reglas por objetivos se transforma en “voluntad de hacerlo bien y se salda con una superimplicación del trabajador en la vida profesional, recompensada por un reconocimiento jerárquico, mediante aumento de primas, de retribuciones o de responsabilidades. El día en que esos principios son puestos en cuestión (por ejemplo, por una pérdida de responsabilidades, por una movilidad obligada a otra ciudad, por un cambio de equipo o de tarea) el universo del reconocimiento profesional y de estima de sí mismo en el que el trabajador se había forjado se hunden brutalmente. Con consecuencias humanas más o menos dramáticas” (Marin Ledun).

La creciente individualización del trabajo es la que está conduciendo a que los trabajadores se vean obligados a aceptar objetivos por encima de sus posibilidades o a tener que dar su concurso a prácticas profesionales que repudian. Para recuperar la dignidad del trabajo será necesario recuperar de nuevo el sentido colectivo del trabajo. En las empresas donde se producen suicidios (Dejours) “no hay colectivos dignos de tal nombre, no hay confianza y lealtad entre compañeros, no hay cooperación ni solidaridad. El hacer y vivir en común ha dado paso a la soledad de cada uno, al miedo”.

Para afrontar esta temática será necesario volver a recomponer el trabajo en sus tres dimensiones: económica (retribución), sociológica (relación) y creativa (satisfacción con lo realizado). Es necesario repensar el trabajo a la luz de todas las patologías que produce, las que afectan al cuerpo pero también a la salud mental y a su protección. Trabajar no es sólo producir sino también vivir en cooperación con otros. Ya lo advertía Bergamín: “Por no querer perder el tiempo pierdes el tiempo y el alma. Estás perdiendo la vida de tanto querer ganarla”

Hoy por hoy, la siniestralidad en el trabajo sigue, en gran parte, invisible, infraevaluada, infraindemnizada. En España, por ejemplo, el conocimiento sobre las enfermedades profesionales sigue siendo un agujero negro. Y los costes de las repercusiones sobre la salud en el trabajo la pagan los ciudadanos a través de sus impuestos. En algunos países esa “externalidad” representa en torno al 3% del PIB. Sólo se cambiará la situación cuando esos riesgos cuesten más a las empresas, en términos de imagen, en términos económicos, en términos penales. Lo americanos consiguieron rebajar drásticamente las tasas de accidentes y de enfermedades profesionales cuando se ha reforzado el papel de los sindicatos; estos realizan informes periódicos sobre cada empresa que se publican en Internet; cuando se ha adaptado la organización del trabajo a las exigencias de la salud física y mental; cuando una ley ha obligado a hacer públicos los documentos no confidenciales que emiten los inspectores de trabajo y ha aumentado notablemente el número de éstos últimos; cuando se ha comenzado a elaborar listas negras de establecimientos y de sectores; cuando se ha obligado a las empresas a contratar seguros de accidentes para proteger a los daños que puedan sufrir los trabajadores. Europa y, por supuesto, España necesitan también reforzar las políticas y las normas que afectan a la salud del trabajo y que son la consecuencia de un nuevo modelo de productivismo que antepone la competitividad y la rentabilidad a la integridad personal en el trabajo.