El Primero de Mayo, como es sabido, conmemora a los denominados mártires de Chicago. Lo fueron por reivindicar la jornada laboral de ocho horas. La II Internacional instauró la fecha en 1889, dándole el carácter, además, de jornada de lucha del movimiento obrero. Por su parte, la iglesia Católica, haciendo alarde de esa capacidad histórica que posee de contaminar todo lo ‘pagano’ de ‘su’ concepto de ‘santidad’, en 1954 siendo Papa Pío XII, decidió vincular la fecha a la festividad de San José Obrero (el oficio del padre de Jesucristo daba para mucho). Por eso y por otras muchas cosas, en 1976 unos jóvenes podían exaltar el Primero de Mayo y hacerlo reivindicativo mientras otros pretendían, en oposición a aquéllos, reducirlo al santoral católico y a fiesta de guardar. Por cierto, cosas de la vida, el referido puente atravesaba, por las alturas, la calle de otro Papa, Juan XXIII, distinto y distante del antes mencionado.
Hoy, casi ciento veinticinco años después de la instauración del Primero de Mayo, no hay II Internacional. Ciento veinticinco años después siguen existiendo los mismos motivos que hacían de la fundación de esta organización de trabajadores una acuciante necesidad. Durante ciento veinticinco años han continuado y aún continúan ocurriendo masacres en fechas que podrían competir entre sí como símbolos y referencias de las luchas de los trabajadores y trabajadoras del mundo. Me vienen a la memoria muchas, aunque hablaré hoy sólo de dos: de la matanza de Santa María de Iquique –relatada en la cantata compuesta por el chileno Luis Davis y conmovedoramente interpretada por el grupo, también chileno, Quilapayún- donde el ejército ‘enmudeció’ la vida a 3.600 trabajadores y a sus familias de la industria del salitre que se atrevieron a declararse en huelga para reivindicar pan y dignidad; y de otra, más reciente, ocurrida en Sudáfrica el 16 de agosto de 2012, en la que murieron 34 mineros huelguistas, esta vez a manos de la policía.
Si, ciento veinticinco años después, continuara existiendo la II Internacional tendría un enorme dilema derivado del miserable asesinato de más de mil personas, mayoritariamente mujeres, en Bangladesh. En términos cuantitativos, la II Internacional hoy podría verse en la tesitura de, cuando menos, tener que simultanear la conmemoración del 8 de marzo con la del 24 de abril. Ciento veinticinco años después, la Iglesia Católica, que sí continúa existiendo, no se vería en ninguna tesitura: no ha vinculado –por razones obvias- el 8 de marzo a ninguna conmemoración ni obrera ni feminista.
Si la II Internacional siguiera existiendo, tal vez no hubiera ocurrido la matanza de Bangladesh. Si en lugar de haber triunfado el nacionalismo sobre el internacionalismo; si aquel alter movimiento de trabajadores hubiera estado más maduro; si el sentimiento de patria no hubiera estado tan hipotálicamente incrustado en nuestro imaginario cultural; si en lugar de recluirse cada sindicato en su país; si se hubiera sabido y podido combatir esa operación divisoria… tal vez no hubiera ocurrido Bangladesh.
De la desunión y de las estrategias de desunión procuraré hablar en otra ocasión. Baste decir hoy, para ir concluyendo, que –como recordaban Toxo y Méndez en la Puerta del Sol el pasado Primero de Mayo-, con unos sindicatos fuertes en Bangladesh hoy, probablemente, habría mil muertos menos. Todos sabemos, porque la padecemos, de la ofensiva ultraliberal que pretende, precisamente, eliminar el ya escaso contrapoder que han supuesto las organizaciones de trabajadores. Y que, a pesar de todo, aún hoy suponen.
Desde mediados del siglo XIX la industria textil ya cometía tropelías con las obreras que empleaba. Lo hacía en plena sociedad occidental. Más de un siglo después ese tipo de industrias, asentadas ahora en la periferia, continúan cometiendo las mismas o aún más sofisticadas canalladas. Apenas seis generaciones después, las y los descendientes de aquellas trabajadoras que alentaron el movimiento obrero femenino hacen cola a las puertas de Mango, El Corte Inglés, Zara, H&M o cualquiera otra de esas empresas. Cosas de la vida… Si entonces, para dividir a los trabajadores utilizaron el imaginario patrio, ahora, ciento veinticinco años después, siguen utilizando el imaginario cultural que nos hace sobrevalorar la ‘imagen’ personal, la ‘posesión’ de bienes y, ¡ojo!, también los sentimientos patrios.
Esos nuevos instrumentos de dominación culturales –culto a la ‘imagen’, culto a la ‘posesión’— sitúan a sus víctimas frente a un dilema ético del que, aún teniendo profundas convicciones, les resulta muy difícil resolver: con más o menos parquedad todos hemos de vestir o ‘tirar’ de tecnología y, aún siendo conscientes de la explotación que acarreó su producción, en muchas ocasiones nos vemos abocados, con más o menos conciencia de lo que estamos haciendo, a su adquisición. Todo ello nos hace sentir incoherentes, cómplices… y nos coloca en una posición idónea para ser dominados. Cosas de la vida… Que tendremos que aprender a resolver…