Sabemos que la “nación” como sujeto soberano surge con la Revolución Francesa, aunque ya se viniera anunciando desde la creación de los actuales Estados modernos (luego mal llamados Estados-nación). Es destacable en este sentido, por ejemplo, la semejanza con los términos anglosajones “commonwealth”, “people” o “country”, anteriores al de “nación”. Sabemos también que aunque la raza, la religión, la lengua o la cultura inexorablemente influyan, una “nación” se define por un “sentimiento de pertenencia”, un “plebiscito cotidiano” (E. Renan). Sabemos, por ejemplo, que el romanticismo asoció el término “nación” al de “pueblo”, y le imprimió tintes étnicos muy peligrosos de cara ya al siglo XX (Fichte, Herder, Wagner). Sabemos que, frente a eso, hay un “nacionalismo” cívico que nos iguala a todos como ciudadanos y nos protege, mediante una serie de derechos y libertades públicas, frente a otras “naciones” (Revolución Francesa, Cortes de Cádiz). Sabemos que hoy en día el nacionalismo se asocia también con las élites urbanas y económicas dentro de las ciudades y frente a otras (Cataluña). Sabemos que el choque de culturas o de “civilizaciones” potencia el carácter “nacionalista” y lo proyecta violentamente contra otras “naciones”, “pueblos” o grupos humanos distintos al “nacional” (Balcanes). Sabemos que la “nación” no es inamovible y que también “se inventa” (Hobsbawn). Sabemos que el “nacionalismo” puede desarrollarse por motivos políticos (Hobsbawn), económicos y de industrialización (E. Gellner) o culturales (B. Anderson). Sabemos incluso que está fuertemente asociado a la educación pública y a los medios de comunicación (K. Deutsch, E. Kedourie). Y que puede ser y es “banal” (S. Billig).
Pero, sobre todo sabemos, porque ha marcado la vida de Europa y del mundo en el siglo XX, que el nacionalismo tuvo su máxima expresión en la Italia Fascista, en el III Reich Alemán y en la antigua Unión Soviética, que tenía un carácter imperialista. Un enfrentamiento que llevó a Europa a la ruina más absoluta, un choque entre “naciones” que dejó un reguero de sangre y desolación hasta entonces desconocido. En definitiva, aunque las cifras en este sentido bailan mucho y es aventurado dar cualquier dato al azar, cincuenta millones de muertos. ¡Casi nada! Pero todo eso, ya lo sabemos. Aunque conviene recordarlo. Porque como decía Cicerón “aquel que no conoce la historia de sus pueblo vivirá siempre como un niño”. Y en la misma línea se expresaba Kant, al calificar la Ilustración como “la salida del hombre de su minoría de edad”. Por tanto, nada nuevo.
A partir de aquí me gustaría dejar claro cuál es mi opinión. No de lo que es el “nacionalismo”, que ya lo sabemos, sino de lo que creo que debe ser o me gustaría que fuera. Y aunque parezca una contradicción, tengo que dejar claro mi profundo e intrínseco sentimiento o formación anti-“nacionalista”. Catalán, español o chino. Da igual. Lo considero deplorable. Y punto. Pero si me gustaría hacer referencia a otro tipo de “identidad colectiva”, una identidad que supere a los Estados nacionales y que nos iguale a todos como personas, como “ciudadanos”, basándonos en el concepto de “ciudadanía”. Y me refiero, como no puede ser de otra manera, a una “identidad colectiva europea”.
La etapa “nacional” de los siglos XIX y XX está más que superada. El siglo XXI, aunque todavía esté echando a andar, forma parte ya de la etapa pos-“nacional”. Es “a” y “en” Europa donde debemos destinar nuestros mejores esfuerzos e ideas. Sólo de esta manera podría corregir yo mi carácter anti- “nacionalista”, convirtiéndolo en pos- “nacional” y basado en una fuerte “identidad colectiva europea”. Basado en la idea de “ciudadanía”, una idea “cívica”; es decir, que todos seamos iguales porque compartimos una serie de derechos, de obligaciones y de libertades públicas. Nada de razas, ni de religiones, ni de pasado histórico común. Ni fronteras. Nada de eso. Ciudadanos europeos. Ciudadanos, y europeos. Destruyamos nuestro Documento “Nacional” de Identidad y creemos un Documento “Europeo y Cívico” de identidad. Y que cuando viajemos al extranjero, fuera de Europa quiero decir, y nos pregunten que de dónde somos no digamos de España, Alemania, Francia o Italia, sino de Europa, cuya capital podría ser Bruselas.
Aunque sólo sea para no defraudar y no tirar por la borda el sueño ilustrado, el principio kantiano sobre el que debe girar toda la política europea (también mundial) de este siglo, que no es otro que el de “paz perpetua”. Que así sea.