Este balance se podría considerar positivo si los procesos de “artificialización” tuvieran una cierta homogeneidad, no afectaran a ecosistemas frágiles o de interés, y si los territorios con una cierta protección aseguraran la pervivencia de la biodiversidad y de los ecosistemas de mayor valor con una adecuada gestión. Sin embargo, esto no es así y son más las palabras, las supuestas buenas intenciones y la utilización ideológico-política de esta protección que el avance sostenido hacia una utilización racional de nuestros recursos, de nuestra biodiversidad y de nuestro territorio.
Este comportamiento no es exclusivo de España, pero si dista mucho del de otros países europeos en el que el respeto por el medio ambiente y la compresión de la relación existente entre biodiversidad y salud y bienestar de los ciudadanos han llevado a una progresiva incorporación de estos aspectos a las prioridades de gobierno y de gestión de las administraciones, y a un control de los resultados de la misma por parte de una opinión pública crecientemente informada y concienciada. Valoran el que el patrimonio natural es tanto una garantía de supervivencia para las generaciones venideras como el origen de los “servicios ambientales” fundamentales para la vida y salud física y mental de las personas (depuración del agua, fijación de CO2, fertilidad y productividad alimenticia, paisaje, …).
En teoría, proteger nuestro Patrimonio Natural ha sido siempre objetivo de los gobernantes que en España ha habido; en un principio porque la monarquía, al defender parte del patrimonio natural defendía su patrimonio y sus derechos exclusivos de uso del mismo (Carlos II –Real Ordenanza de 1677-, Fernando VI –Real Ordenanza en 1748-, Carlos III -Real Orden de 1762-, etc.). Durante el siglo XIX porque el Estado trata de controlar los montes de titularidad pública que habían sobrevivido a los procesos privatizadores del Antiguo Régimen. La ley general de desamortización de 1855 abre paso, en un país profundamente desforestado, a un proceso privatizador de enormes proporciones, que da lugar a un enfrentamiento del Ministerio de Fomento con un Ministerio de Hacienda empeñado en las ventas por razones de orden recaudatorio; empeño que ha estado a punto de repetirse en la actualidad por el ansia de encontrar paliativos en el déficit público generado por la crisis producida por la especulación urbanística y financiera internacional. Afortunadamente ha prevalecido el sentido común (desproporción manifiesta entre los reducidos ingresos y los altísimos costes en servicios de la naturaleza que se derivarían) y el proceso parece temporalmente olvidado.
Posteriormente, las leyes de Montes, de 1863, y las de repoblación forestal, de 1914 y 1926, incorporan a los objetivos productivos los de protección hidrológico-forestal. En 1916 España se convierte en el primer país del mundo en aprobar una ley de Parques Nacionales, que la posterior Ley de Montes de 1957 deroga, asumiendo la concepción integral de los mismos (flora, fauna, paisaje,…), pero subordinando la política de espacios protegidos a la regulación forestal y primando el aspecto turístico en la gestión de los parques. En 1971 se crea el ICONA y en 1975 se aprueba la Ley de Espacios Naturales Protegidos, iniciándose un cambio de concepción, que se ampliaría en 1989, con la Ley de conservación de los espacios naturales y de la flora y fauna silvestre (modificada en 1997) y con las leyes respectivas de las comunidades autónomas; en ellas se amplía la función productiva y protectora con la consideración de los ecosistemas y de la biodiversidad. La Ley 5/2007 de la Red de Parques Nacionales declara la conservación de los Parques Nacionales de interés general para la Nación y define la Red de Parques Nacionales como “la representación más singular y valiosa de los mejores espacios naturales característicos del patrimonio natural español”. Pero la representatividad de esta Red en 2007 es limitada, y en ella deberían haberse incluido (a propuesta de las respectivas comunidades autónomas) nuevos territorios que ayudaran a un mejor cumplimiento de los objetivos de representatividad asumidos por la misma. Entre ellos, el previsto Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama que debía afectar a espacios de las Comunidades Autónomas de Castilla y León y de Madrid, en cuya génesis y evolución final se constatan muchos de los graves problemas que plantea la conservación de los ecosistemas y de la biodiversidad en España, y que explican el proceso de degradación de nuestro patrimonio como consecuencia del predominio de los intereses privados a corto plazo, tanto en relación a las expectativas urbanísticas generadas en el área de influencia de Madrid, como en relación a actividades tradicionales que supuestamente se verían afectadas por tal declaración.
La Ley 42/2007 del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad consideraba que la globalización de los problemas ambientales, los efectos crecientes del cambio climático, el progresivo agotamiento de algunos recursos naturales, la desaparición, en ocasiones irreversible, de gran cantidad de especies, la destrucción o degradación de espacios naturales de interés y la multiplicación incontrolada de especies invasoras, se habían convertido, ya en 2007, en motivo de preocupación para los ciudadanos. El actual modelo de sociedad de consumo asociado a un capitalismo globalizado en el que el componente especulativo adquiere creciente predominancia sobre el componente productivo, está forzando los límites ecológicos de la Tierra tanto en cuanto a disponibilidad de recursos, cuanto en residuos generados. El hacer dinero rápido y fácil se ha convertido en el objetivo principal de una gran parte de la sociedad sin importar los medios ni las consecuencias. Lo que suceda en el entorno (efectos externos) es obviado o despreciado (si no se saben defender los perjudicados, que sufran las consecuencias) en un marco en el que la solidaridad y la cooperación son sustituidos por el individualismo y la competencia, y en el que muchas administraciones públicas, en aras de un supuesto liberalismo mal entendido, en vez de defender a los que por diversas circunstancias no han tenido nunca igualdad de oportunidades, se centran en la defensa de un modelo que protege e incentiva a los fuertes y deja progresivamente más indefensos al resto de ciudadanos y, en particular a los más débiles, como se pone de manifiesto en cada una de las periódicas crisis a las que el modelo nos empuja. Y pocas cosas son más débiles y frágiles que muchos de los ecosistemas naturales del planeta, de forma que una agricultura, ganadería, pesca y gestión de los bosques concebida bajo criterios exclusivamente productivistas y de negocio, y la expansión física y dispersa del modelo urbanístico especulativo, están llevando a una pérdida acelerada de ecosistemas naturales y a una fuerte degradación de la biodiversidad de la Tierra.
La principal consecuencia es que, por primera vez, la sociedad humana está siendo responsable de lo que ya se denomina como Sexta Extinción de Especies del Planeta, derivada de la creciente incorporación de población a la sociedad de consumo (China, India, Rusia, Brasil, etc.), y acelerada por los negativos efectos del proceso de cambio climático sobre el equilibrio de los ecosistemas, a los que se une la degradación derivada de las especies invasoras (mascotas y plantas de jardín) y de la homogeneización en los productos agrícolas y ganaderos (del orden del centenar de especies de plantas y menos de la mitad de animales han impuesto su predominio en la agricultura y ganadería mundial), Se desplazan especies autóctonas y se reduce drásticamente la biodiversidad propia de cada territorio, produciendo cambios biológicos de efectos imprevisibles a largo plazo sobre la biosfera y sobre la salud de los humanos. Y a todo ello se suma la proliferación del cultivo industrial de Organismos Genéticamente Modificados (OGM) en la que España, desgraciadamente, colabora de forma muy activa.
Cuando las compañías de seguros niegan cobertura a productos de la ingeniería genética –o también a la energía nuclear- nos están manifestando algo que debería ser evidente para la población, pero que la “opinión publicada” (en demasiados casos coincidente con “información interesadamente manipulada”) no permite discernir. No se pueden valorar las consecuencias potenciales de estas actividades; y aunque la probabilidad de que se produzcan procesos que desencadenen consecuencias catastróficas sea muy pequeña, la magnitud de esas consecuencias puede ser tal que no existe posibilidad real de que puedan ser cubiertas con primas de seguros que las hagan viables. Sin embargo, aunque esos procesos no podrían desarrollarse económicamente si tuvieran que cubrir el aseguramiento de sus riesgos y quedarían relegadas al área de experimentación científica controlada, lo cierto es que cada vez en España son mayores las extensiones de cultivos genéticamente modificados, justificadas de forma similar a la de la energía nuclear que, hasta el desastre de Fukushima, se “mostraba” cada vez más desprovista de riesgos.
En la primera Convención de las Naciones Unidas de Diversidad Biológica, celebrada en 1992, más de 150 países reconocieron la necesidad de evitar la catástrofe asociada a la creciente pérdida de biodiversidad del planeta, que es el resultado de 3.5 billones de años de evolución y de procesos de mutación, cooperación y selección natural, pero sobre la que, en la actualidad, existe el riesgo de que aproximadamente un 50% de las especies vivas puedan llegar a extinguirse. También la Unión Europea, o España son conscientes de este hecho y reconocen que la biodiversidad, además de su valor ecológico, científico, recreacional, funcional y espiritual, tiene un valor económico incalculable, ya que está en la base de nuestra alimentación o de una gran cantidad de medicamentos (del orden de la mitad de los medicamentos comercializados hoy en día se han desarrollado a partir de menos de un 1% de las especies de plantas conocidas). Y, por ello, la Ley del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad establece, entre otros aspectos, la prevalencia de la protección ambiental sobre la ordenación territorial y urbanística, e incorpora el principio de precaución en las intervenciones que puedan afectar a espacios y/o especies naturales.
Sin embargo, es evidente que no son estos los principios que predominan en la política de las administraciones en la actualidad. Se olvida que la prevención de riesgos desproporcionados sobre la vida y el patrimonio territorial exige una política que ponga freno radical al modelo de nueva urbanización dispersa promovido hasta la actualidad y a la realización de infraestructuras cuya baja rentabilidad y utilización previsible a medio plazo hacen cuestionable su utilidad social. La experiencia española impulsada en 1998 por el partido popular –origen de muchos de los problemas actuales en España- debería haber dejado claro que esta política no mejora la productividad-competitividad de los territorios (aunque sirva al enriquecimiento de unos pocos) y que es difícilmente compatibles con la conservación del patrimonio territorial y con un desarrollo cohesionado y sostenible. Adicionalmente, también debería estar claro que no deben existir actividades que incrementan desproporcionadamente los riesgos para los residentes en su área de influencia o para la humanidad en su conjunto.
Cuanto más tarde la sociedad en darse cuenta de que es factible y debe ser exigible otro modelo de desarrollo, más altos serán los costes de las actuaciones precisas y mayor el riesgo y daño que soportarán injustamente muchos ciudadanos.