Dos fenómenos paralelos y crecientes caracterizan el panorama político actual en nuestro país: la progresiva denostación de las instituciones y la confianza en los liderazgos con facultades aparentemente taumatúrgicas. El Parlamento, el sistema electoral, el procedimiento legislativo, los partidos, la judicatura, la agencia tributaria, los sindicatos… Prácticamente no hay institución a salvo hoy de la crítica acerada en cualquier tertulia pública o privada.
Como contrapunto a tanto deterioro, periódicamente surge una figura personal que concita todas las esperanzas para la regeneración del sistema y la provisión de un futuro brillante. Eso sí, la percepción del desastre institucional permanece y se consolida mes tras mes, pero la figura salvadora se sustituye periódicamente. El salvador de ayer no nos sirve para hoy, y el de hoy posiblemente muestre fallos imperdonables para mañana.
Las referencias ideológicas están pasadas de moda. Los programas son intercambiables, según algunos. Cierto líder emergente hoy, y muy posiblemente sumergido mañana, ha llegado a afirmar que es un error escoger solo un lado del escaparate político tradicional, cuando se puede picar cada día un poco de la derecha y otro poco de la izquierda. Los debates, los contrastes y los posibles pactos no se referencian en las opciones políticas sino en los líderes mediáticos. No se trata de si se pactará entre tal o cual posición o si se acordará tal o cual programa. La pregunta es si fulanito pactará con menganito o no.
La política se ha personalizado tanto que junto a cualquier ranking demoscópico sobre apoyos electorales a partidos, aparece ya irremediablemente el ranking de popularidad de los personajes que protagonizan el debate mediático. Ya no se miden tanto los apoyos a las opciones políticas como los índices de respaldo popular a tal o cual liderazgo personal. Otro líder, emergente ayer y sumergido hoy, llegó a sustituir el símbolo del partido por su propia fotografía en la papeleta electoral.
¿Podemos permitírnoslo? ¿Puede una sociedad que aspira a una democracia de cierta calidad sustituir el crédito de sus instituciones por la popularidad de sus líderes? ¿Se puede sustituir la confianza en el sistema político por la fe en los sucesivos personajes que encabezan los concursos de popularidad en el prime time televisivo?
Jean Monnet dijo aquello de “los hombres pasan, pero las instituciones permanecen”. El sabio candidato socialista a la Comunidad de Madrid, Ángel Gabilondo, insiste en promover las “instituciones justas” como parte fundamental de su programa. Y ambos tienen poderosas razones para manifestarse así. La razón y la experiencia histórica nos dicen que vale más una institución benéfica pero imperfecta que un salvador aparentemente perfecto pero seguramente perfectible.
Cuidemos de mejorar nuestra democracia mejorable, nuestros Parlamentos mejorables, nuestros partidos mejorables, nuestras ideologías mejorables y hasta nuestra moralidad mejorable. Porque son las instituciones las que aseguran la vigencia de nuestros derechos, más allá de cualquier veleidad personal. Y ojalá podamos contar además con liderazgos sabios y ponderados.