Lo que, en cierta medida, es entendible. Puede resultar difícil de explicar, por ejemplo, a los ciudadanos de un país que está destinando ingentes sumas de las arcas públicas – es decir, de los contribuyentes – a tratar de salir de la presente crisis económica y financiera que de tales fondos no va a beneficiarse exclusivamente la economía nacional sino también otros países. Países que se van a aprovechar del tirón de su demanda y que jugarían, de esta forma, el papel de polizontes. Algo similar sienten muchos trabajadores que ven cómo despidos y cierres de empresas se producen al tiempo que las mismas deslocalizan sus actividades y sus empleos hacia otras latitudes: ciertamente, es entendible que ellos deseen paralizar estos procesos.

El problema es que, a nivel mundial, el proteccionismo no resuelve nada, más bien al contrario. Lo que uno gana – restringiendo las importaciones o preservando los empleos locales – el otro pierde. Como los perdedores no se conforman, las reacciones de éstos engendran un clima de guerra comercial y una dinámica de “todos contra todos”. Esta es la lección de los años 30, que todo el mundo recuerda en estos días para tratar de no volver a tropezar en la misma piedra. Por otro lado, nuestras economías – por ejemplo, las europeas – son tan interdependientes que es ilusorio pensar que el proteccionismo de unos no vaya a desestabilizar aún más las economías ya muy afectadas de los otros. Pongamos por caso el sector del automóvil: para la fabricación de un coche “nacional” es necesario utilizar piezas y componentes que son producidos en muchos otros países europeos. Sólo un plan concertado europeo podría, por ello, evitar un proteccionismo larvado.

Las virtudes del librecambismo no son tampoco muy evidentes. El libre cambio no tiene, en si mismo, nada de malo. Los argumentos en su apoyo son poderosos: realización de economías de escala, especialización de los países de acuerdo con sus competencias de producción, lo que, teóricamente, aumenta la eficacia y beneficia a todos. Pero (siempre hay un pero) a condición de que reine el pleno empleo y de que el libre cambio se realice, como señalan las teorías del premio Nóbel de economía Maurice Allais, entre países con desarrollo comparable. En caso contrario, el libre cambio puede ser una trampa mortal. Lo que sucede en África lo ilustra trágicamente. Ese continente vive una reducción drástica de su autosuficiencia alimentaria y debe importar alimentos para poder comer. El que pudiera importar menos pasaría por potenciar su agricultura básica, la destinada al consumo inmediato. El problema es que es justamente esa agricultura la que ha sido devastada por las importaciones más “competitivas” llegadas, sobre todo, desde Europa y desde Brasil. El libre comercio debería corregir este tipo de situaciones y contemplar entre sus reglas la posibilidad de que determinados temas estratégicos puedan ser objeto de un proteccionismo sectorial y temporal.

El libre cambio dejado a su libre albedrío produce riqueza para unos al precio de aumentar las desigualdades para la mayoría. Algunos estudios que han analizado el impacto de la liberalización del comercio internacional sobre la justicia social (Supiot, 2009) muestran muy claramente que las actuales reglas internacionales anteponen sistemáticamente el comercio, la competitividad y la concurrencia por encima de cualquier otra consideración social.

La propia crisis actual no es ajena a los excesos del libre cambio. Es una crisis cimentada sobre el aumento de las desigualdades, de la caída de la demanda y de la reducción, en todo el mundo, de la participación de los salarios en la distribución de la tarta. Lo que ha producido menor concentración de dinero abajo – en el consumo – y mayor arriba- en el sistema financiero. Y que ha terminado en una loca carrera hacia el endeudamiento tramposo e irresponsable. Todo ello alimentado por el hecho básico de que en un contexto de competencia mundial, las empresas no consideran los salarios como un factor de la demanda interior de cada país sino como un coste en relación con sus competidores mundiales. La generalización planetaria de esta lógica de optimización y de reducción de los costes salariales – lógica acelerada por la entrada en escena de países emergentes como China – sólo podía desembocar en un escenario como el presente.

En suma, el principal problema consiste en que se ha propiciado una globalización del mercado sin una globalización correspondiente de las normas propias del Estado de derecho, circunscritas hasta el presente a los ámbitos nacionales. Y es bastante evidente que el mercado sin el Estado de derecho, y simplemente sin el Estado, no puede funcionar. No sólo eso: sin ese regulador, es un generador de desastres.

Para evitar el proteccionismo, en suma, es necesario regular mucho mejor el librecambismo. Si las asimetrías de desarrollo son realmente tenidas en cuenta, si los beneficios del libre cambio son equitativamente repartidos, si las condiciones básicas de empleo y de protección social, de un trabajo digno, son respetadas en el Norte y el Sur del planeta. Si, como se dice, es necesario moralizar el capitalismo, podría empezarse por que la Organización Mundial del Comercio (OMC) condicionara las reglas comerciales al respeto de los derechos sociales y laborales fundamentales establecidos por la OIT. Si esas y otras cuestiones centrales se incorporaran a la gobernanza europea y mundial seguramente la tentación proteccionista desaparecería en beneficio de, al menos, una mayor coordinación europea y, ojalá, mundial de las políticas de relanzamiento y de control del sistema financiero.